
A Freddie Mercury le desocuparon del cometido al que estaba naturalmente predestinado y le redujeron al papel bufonesco que él mismo solicitó a beneficio personal y del que, por unas y otras razones, no pudo salir, por darle altura lúdica a su paso por este mundo, por festejar o por festejarse, que no son la misma cosa, o por ser una estrella del firmamento del rock, propósito que alcanzó absolutamente. No se privó casi de nada (amaba la cerveza, los gatos, el vodka, los Silk Cuts, el sexo y subirse al escenario) y esa falta de mesura le pasó factura. El peaje fue el cese de la actividad, la rendición final, el finiquito de la astracanada, la cortina cayendo y el show cerrándose con su exquisito inventario de placeres y de quebrantos. No fue en la intimidad, a lo leído, un descerebrado que se despeñara en ningún abismo de promiscuidad y de toxinas, pero navegó las aguas que se le antojaron y no tuvo reparo en evidenciar que de esa navegación tumultuosa se extraía la felicidad contagiosa de su música, de su entrega total hacia quien asistía a sus monumentales conciertos y se empapaba de Mercury hasta el desmayo acústico y el colapso óptico. Era un showman completo como quizá no haya habido otro. A ese disciplina mediática se agrega con facilidad el resto de bondades requeridas para ser la estrella del rock and roll que fue. Y lo fue mayúsculamente. Lo vi en Marbella junto con May, Deacon y Taylor en el tour A kind of magic. Eran años de descubrimientos y de prospecciones en lo personal, de ir a buscar sin saber qué podía encontrarse, de salir a buscarse uno, un poco como todo el mundo con esa edad, pero esa experiencia, el concierto en sí, contemplado a escasos diez metros del escenario, solo (nadie de los míos quiso venir), sin otra compañía que mi devoción por la banda y la certeza de saberme espectador de un momento sublime e irrepetible, está todavía presente, tantos años después. Recuerdo cantar la rapsodia bohemia a pulmón perdido. Recuerdo cómo se me saltaban las lágrimas al escuchar las primeras notas de Love of my life. Recuerdo una limusina escandalosa de la que bajaron los miembros de la banda en un lateral del estadio en donde tuvo lugar el concierto. Recuerdo la sensación de estar viviendo un momento irrepetible y tener conciencia de que ninguno se parecería a ése que estaba a punto de suceder y que, conforme avanzara, iría desapareciendo, un poco como pasa en todos los demás instantes que vivimos, que no regresan, que se entregan a la memoria o al olvido, según voladizo y v0luble capricho. Me voy a poner un café. Esta mañana escucharé Bohemian Rhapsody. También My melancholy blues. Fin de la jaculatoria.
