La educación es un concepto preciso o impreciso. Se usa con alegre frecuencia, sin caer en la cuenta de que hay pocas palabras que contraigan una responsabilidad mayor o, dicho de otra manera, pocas palabras tienen más peso. Nos educan sin que se esté al tanto de esa tarea, un poco a la ligera, si se me permite. Hay cosas que uno ve a diario y con las que convive que se quedan adentro, no hay manera más tarde echarse afuera. Así abrimos la boca al masticar porque no ha habido nadie que nos haya advertido de lo inconveniente o maleducado del gesto. Lo contrario, cerrarla cuando ingerimos comida y la pasamos al tracto digestivo, depende de que se nos explique a tiempo su conveniencia y, más importante aún, que uno acepte y haga suya la máxima, como si la hubiese rumiado y parido a solas, sin la intervención ajena. Somos peculiares en ese aspecto. He conocido los suficiente alumnos como para saber de qué hablo. Hay algunos que se dejan llevar y puedes ir con ellos al lugar que elijas; otros, bien al contrario, se resisten, no son dúctiles, precisan un empeño mayor. Los hay que no van a ningún lado, por acabar el recorrido, y los hay que no paran de moverse y de entusiasmarse por la jacarandosa y provechosa trayectoria. Dicho esto (parezco un político en campaña) hay algunos discos que marcan más que otros. No tienen tal vez el pedigrí de los grandes, aún siéndolos, pero se hacen parte nuestra, aunque nos tiremos años sin sacarlos de su funda y ponerlos. En cierto modo fui educado con éste. A la luz de ese disco, conformado a su esencia, andando yo por los veinte, crecí y me relacioné con los demás. No recuerdo hablar de él con casi nadie, cosa que me apena, pero lo escuchaba con frecuencia. Mucha, si lo pienso con más detenimiento. Contemplado tantos años después, entiendo que así fuese. No sé qué mal alivió o cuál cura ahora. Maximizing the audience es una obra terapéutica, un bálsamo, un refugio, uno de esos discos medicinales que uno se pone en el cielo de la boca y va masticando, en la creencia de que algo hermoso subsistirá en la deglución, de que la belleza extraña que tutela invadirá la pequeña tristeza con la que se consume. Lo escribió por encargo, fue un disco que ocupaba el lugar de la periferia en una obra de teatro poco convencional (El poder de la locura teatral, no recuerdo el autor) en la que clarinetes y saxos sopranos pugnan por hacer material lo que no lo es, en mostrar lo que de otra forma siempre estaría oculto. Esa es la función de la música, por otra parte. Lo de maximizar a la audiencia queda a consideración voluntariosa del escuchante. No es un disco fácil, no desea serlo, he ahí la paradoja de Mertens en casi toda su obra. No hay nada fiable a lo que encomendarse en él. Seduce porque de alguna forma te anula como oyente. Te anula o te compromete, te borra o te fideliza. Incluso ambas cosas juntamente, sin solución aparente de discontinuidad. Como una de esas canciones que suenan a hora de fondo antes de que empiece el viernes. Jamás una música de apariencia tan fría alcanza un rango de calidez tan alto. Wim Mertens, que es estajanovista el hombre, es un genio tímido. No importa que saque un disco al año desde hace 40, por lo menos. Es tímido, él es como su música. A veces grandiosa; otras, por más que uno anhele que se explaye, recogida, como una especie de caricia en la arteria aorta.
Pienso ahora en el imborrable Ramón Trecet, que puso en órbita a este caballero en España. Pienso en mi amigo Safo, Rafael Torres en todos los demás aspectos, en cómo circulaban los discos de Mertens de su casa a la mía, en cómo adorábamos la irreprimible sensación de lujuria sonora de esas melodías atípicas. Pienso en todo lo que sucedió entonces y en lo que está sucediendo ahora. Pienso en el concierto suyo que vi en el Gran Teatro de CMertens sigue publicando a tutiplén. No veo al Safo. Trecet no sé dónde anda. Menos mal que tengo el disco del amigo Wim en tres -cada uno a su modo- lujuriosos formatos. La primigenia cinta de cassette, el vinilo y el CD escoltan el minimalismo, maximizado, lo conservan a refugio de mí mismo incluso. Piensa uno en todos esos libros y en esos discos a salvo del tiempo, ambarizados, alojados en un limbo precioso de objetos perfectos. Todos tenemos alguno, algunos tenemos cientos. Los míos son invariablemente libros, películas, discos o fotografías. Todos exhiben la rara perfección de mis vicios. A todos les encomiendo la posibilidad de que mi alma se salve del horror que la circunda. ahora. Hay que tener la conciencia tranquila para paladear esta ofrenda un poco religiosa y un poco blasfema también. Se tiene que tener el corazón muy puro para meterse dentro de la música. Y a veces se da ese placer, entra uno, penetra bien adentro, empuja y acaba colmado y colmando.