Revista Cine
El ejercicio de sentarse a escribir conlleva, ya lo sabemos, el pánico de la hoja en blanco que no deja de ser un eufemismo relativo a las dudas que uno suele tener referidas, por lo menos, a la mejor forma de introducir la idea que se pretende transmitir.
Cuando uno, como quien suscribe, se dedica -por gusto, evidentemente- a proponer un campo de juego en el que conversar sobre una película, se siente en la obligación de manifestar públicamente sus consideraciones y cuando uno sabe que sus apreciaciones van a ir contra corriente y aún así decide no callarse y permanecer en humilde y pacífico silencio, lo mejor que uno puede hacer es vestirse de la forma más apropiada
antes de empezar a provocar, lo que no se hace por gusto, aunque por gusto se disiente, ni que sea de millones, ¡voto a bríos!
Si un día me preguntaran, en una de esas latosas encuestas, sin duda colocaría a los vecinos del norte de los Pirineos como naturales maestros en el arte de la mercadotecnia, no en vano han sido capaces de convencer a todo el mundo de la belleza de esa torre Eiffel que, según leí un día, era el sitio preferido de un célebre escritor (no recuerdo: ¿Simenon, quizás?) para estar, porque, decía, era el único de todo Paris desde el que no se podía ver la maldita torre.
Si sabrán venderse que hasta han conseguido dar gato por liebre y encima han cobrado regalías y parece que van a seguir durante un tiempo, gracias a un hijo de inmigrantes nacido en el mismísimo Paris que tanto gusta a Woody Allen: Monsieur Michel Hazanavicius, a partir de ahora Michel a secas, es un megacrack de la industria cinematográfica gala desde que hace veinte años empezó en esto del cine y además es un personaje muy económico, ya que se cuida de escribir el guión, pulir los diálogos, dirigir la película y montarla a su gusto y además debe ser muy simpático porque los hermanitos Weinstein, otros magos de la mercadotecnia, están locos de contento con él.
¿Y qué es lo que habrá hecho el amigo Michel? Pues ha escrito un guión penoso, trillado hasta la saciedad, lleno de lugares comunes y visto mil veces y ha positivado el copión en blanco y negro (rutilante, eso sí: faltaría más, con lo fácil que resulta hoy en día) y ha vendido la idea que estaba homenajeando al cine en sus principios, pero no el que hubiera sido propio de un parisino, narrando las vivencias de Georges Méliès sino presentando una especie de insípido refrito de la obra maestra de Stanley Donen Singing in the Rain que, con un minuto menos de metraje, 99, después de sesenta años sique superando fácilmente la pobre impresión que en quien suscribe dejó el pasado sábado The Artist que es de lo que estamos hablando, como ya todos habrán colegido.
Supongo que a estas alturas del curso ya todo el mundo habrá visto la película que ha llegado a "mi cine" con tanto retraso porque esos galos, mucha boquilla y mucha propaganda, pero muy pocas copias distribuidas, lo que me hace pensar que los primeros sorprendidos por el éxito de la empresa deben ser ellos mismos. Acabo de leer que esta semana pasada y gracias a la campaña que les han apañado los Weinstein en los USA (no creo necesario abundar en ella) por fin han llegado al décimo puesto de taquillaje.
Me aburrió. El que se lo pasó en grande fue el señor que estaba a mi izquierda, porque pegó unas cabezadas y unos ronquidos efusivos al extremo que le despertaban a él mismo y a mí me mantuvieron en vela por temor a caer en el mismo estado.
No he querido precipitarme y dar rienda suelta a mi profunda decepción y he estado meditando -a ratos- con la intención de entender y he llegado a la conclusión que no hay nada que entender: a lo sumo, que el amiguete Michel, comprobando que su película era aburrida, un día, harto de escuchar esos diálogos tan sosos, se puso a mirar la película sin sonido.
Hagan la prueba: agarren ahora mismo (no, ahora no: primero acaben de leer, no se vayan todavía: háganlo al finalizar la lectura) cualquier película que tengan a mano, y quiten el sonido. Y pongan de fondo, aquel ¿disco de música clásica? que les regalaron un día: sí, ese tan malo.
¿Ven el parecido? ¿No?
Tienen razón.
Quiten, también, el color a su televisor, y acentúen el contraste y el brillo. ¿A que ahora sí?
Porque Monsieur Hazanavicius nos da gato por liebre: su película no es una película muda: es una película enmudecida, que no es lo mismo. No hay en The Artist ninguno de los elementos que cualquier aficionado puede hallar en las películas de la época silente, cuando los pioneros, los maestros como Eisenstein, Griffith o Chaplin, por citar tres ultra conocidos, se batían el cobre consigo mismos para hallar, crear e inventar recursos con los que ir construyendo lo que luego hemos denominado caligrafía cinematográfica, que es una forma de explicar una historia, de representar unas ideas, por medio del uso de la imagen en movimiento, lo que también conocemos como CINE.
No hay en The Artist ni un sólo plano a recordar. Ni uno. Para ser una película visual por excelencia como muchos han pretendido contar, no deja recuerdo visual alguno.
Ciertamente la fotografía en blanco y negro apunta al principio del cine pero tanto como la propia fotografía estática en blanco y negro que, más allá de los círculos de aficionados, comercialmente se usa para dar un marchamo de "calidad vintage" que, francamente, resulta risible, porque queda en la mera apariencia.
Porque lo que importa en el cine, principalmente, es el guión: tanto da si hay o no diálogos, pero lo que no puede faltar es una historia atractiva o por lo menos novedosa. El guión de The Artist es penoso, lamentable, paupérrimo y seguro que Chaplin jamás, por mucho que sus biznietos hayan cobrado por alabarlo, seguro, digo y afirmo, lo hubiera filmado el genial Charles y menos con una caligrafía cinematográfica tan simple.
Enfrentarse a la época de la transición entre cine silente y cine sonoro despreciando la posibilidad de un argumento que ofreciera por lo menos detalles históricos interesantes, vivencias y anécdotas, para presentar una trama absurda de un famoso que sin intentar permanecer arriba cae del carro de la fortuna resulta risible sino fuera porque es penoso: existiendo la historia de John Gilbert que no pudo soportar la transición por culpa de su voz, ese George Valentin que es una mezcla embriagada intentando ser émulo de varias figuras a un tiempo, resulta patético sobre todo por lo previsibles que son sus actos: cualquier cinéfilo sabe que las películas son material altamente inflamable (hasta Tarantino lo sabe) y la escena en la que busca afanosamente la caja y se detiene antes de abrirla no contiene tampoco ninguna sorpresa, porque hace rato uno supone que dentro habrá un revolver...
No diré que la perspectiva de rodar en este siglo XXI una película muda sea una idea descabellada, pero poco le falta, porque para ello se necesita un buen guión literario, un buen guión técnico, un director que sepa lo que hacer con ambos guiones, y unos actores que sepan sudar la camiseta expresando sentimientos únicamente con su cuerpo y, principalmente, con la mirada.
Esos elementos, ay, no están en la nómina de quienes participaron en The Artist. Los intérpretes, salvo John Goodman y James Cromwell que se lucen como secundarios, se muestran incapaces de soportar hora y media haciendo gestos: uno tiene la sensación -ya referida- que la pareja protagonista actúa pronunciando de veras unos diálogos que deben ser inanes y faltos de fuerza y los acompañan de unos gestos propios de intérpretes que no saben actuar delante de la cámara sin algún que otro exceso, pero, y esto es importante, sin alcanzar la fuerza expresiva del gesto requerido por el cine silente.
A esa consideración se puede oponer en buena lógica que la trama se entiende perfectamente aún sin escuchar palabra alguna y con la ayuda de pocos letreros en pantalla: ¡pues claro! ¡si es que es una trama sencillísima, mil veces vista! ¡nos la sabemos de memoria!
Hay además un punto en el que mostrarse irreconciliable: la banda sonora de Ludovic Bource es somnolienta, aburrida, pesada, falta de inspiración y execrable. Hubiera preferido un silencio absoluto.
Me parece de todo punto inaceptable la pretensión que The Artist es un homenaje al cine mudo y me aterra y produce a un tiempo pánico y náuseas la posibilidad que devenga en moda y cada tanto nos tengamos que tragar por las buenas cosa semejante, cuando lo que se debería es ofrecer la oportunidad de ver en sala de cine películas de los grandes cineastas del principio del siglo pasado, para que todo el público huérfano de esos tesoros pueda apreciarlos y aprenda a distinguir lo genuino de las malas copias.
En definitiva: mala. Mala de remate, de esas que, dentro de apenas cinco años, bajará paulatinamente el escalafón estrellado pasando de las inmerecidas alabanzas que ahora ha recibido hasta la inevitable consideración de bluffffff porque es un globo lleno de aire constipado y quedará en nada. Tiempo al tiempo.
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