Revista Cultura y Ocio

Ganador Cuento Fantástico Concurso Equinoccio: “La travesía del alma”

Publicado el 24 diciembre 2015 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom
Arte de Pedro Juan Benalcazar Vasquez (tomado del Blog del Comic Club de Guayaquil: http://comicclubguayaquil.blogspot.com/2015/05/medardo-angel-silva.html)

“Medardo Ángel Silva”. Arte de Pedro Juan Benalcazar Vasquez (tomado del Blog del Comic Club de Guayaquil: http://comicclubguayaquil.blogspot.com/2015/05/medardo-angel-silva.html)

Por Bryan Andrés Pico Mayorga

E-mail: [email protected]

Ganador Categoría Género Fantástico, I Concurso Equinoccio Ecuatoriano de Ciencia Ficción

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Muchos –por no decir todos– quienes lean estás inextricables líneas, predicarán rotundamente, la falsedad de los hechos. Yo, por mi parte, propongo que la verosimilitud del manuscrito hallado entre las hojas desgastadas de un ejemplar de Les Fleurs du mal de Baudelaire, es lo más pueril de analizar.

Mi abuelo paterno, Julio Antonio Rodríguez Icaza (1891-1964), acumuló durante su vida gran cantidad de libros; su biblioteca personal –en la cual sugiero existen más de mil libros– me fue heredad en su testamento, y desde entonces he escarbado en los más recónditos pasajes de la literatura universal, ¿sería de su premeditación que revelara lo que estoy a punto de revelar? ¿O todo es una cruda causalidad?

La madrugada del sábado 16 de julio de 1966, al no poder conciliar el sueño, descendí al cuarto de estudio y escogí un libro de poesía al azar; era uno de frontis negro con letras blancas, una de las tantas ediciones que debe existir de aquella colección de poemas de Baudelaire.

«Deux guerriers ont couru l’un sur l’autre, leurs armesOnt éclaboussé l’air de lueurs et de sang.Ces jeux, ces cliquetis du fer sont les vacarmesD’une jeunesse en proie à l’amour vagissant».

Entre los poemas: Le Chat y Duellum, doblado en tres partes, el manuscrito –manchado en gran parte– fue descubierto. Si la falacia figura en un cien por ciento, no seré yo quien lo sentencie ni lo promulgue, entrego este texto a quienes deseen estudiarlo y que sean ellos los que den un veredicto.

Yo siempre seguiré con la firme posición de que Silva fue: el poeta, el cronista, el modernista que brilló y lo seguirá haciendo por toda la historia de nuestro Ecuador, mas no estoy dispuesto a cargar con la culpa si el mundo exclama lo contrario.

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Guayaquil, 7 de enero de 1940

Ya han pasado casi 30 años de la muerte de Medardo, y aún se me hace en extremo irrisorio que se divague tanto en cómo murió: suicidio dice la mayoría, otros pocos arguyen que se trató de un asesinato. En realidad estaba destinado a hacerlo, por el futuro que ahora es presente.

Lo conocí desde chico. Yo, Julio Rodríguez Icaza, le mostré la melodía del viento, el sentimiento hacia lo exánime; lo doté de la marca que, a manera de persigno, lo llevó a ser quién fue.

Desde pequeño mi fascinación por las letras fue innata. En las noches, era atormentado por pesadillas imbéciles, no de esas donde eres perseguido, o atacado, o de esa donde tu muerte es eminente; eran pesadillas que me evidenciaban memorias atroces, estos eran flashes cortos; un hombre maduro con barba castaña, hablándome en un idioma que hasta esos entonces desconocía; noches bohemias, en las que, entre humo y gente que se me hacía estúpida, deseaba demostrar cosas nuevas; una mujer, enérgica y colérica, me golpeaba con todas sus fuerzas; felaciones indebidas con el hombre maduro; viajes extensos; temperaturas extremas bajo el solitario sol; mujeres diferentes a mí, meneándose sobre mis piernas, exhibiéndome sus senos; yo, caminando sobre una pierna; yo, doliente del mundo.

Por esos distantes años, no comprendía el porqué de esas imágenes en mi cerebro. Cada mañana escribía en trance, sin saber el cómo y sin desearlo tampoco. Las hojas se perdían, o yo las extinguía, no sé cuál era mi proceder, pero al final mis líneas se esfumaban al son del crepúsculo. Mis manos no se despegaban de la tinta, pero nada era tan extraordinario como lo que escribía al amanecer. Fue con el pasar del tiempo que entendí lo que acontecía, elaborando una búsqueda e investigación extenuantes, en libros olvidados que poseía mi padre, y que ahora son de mi propiedad; mío era el don de un hombre que había vivido en el pasado, y que en su lecho de muerte, había exhumado de sí la diafanidad de la estética del universo. En el texto de Emmett Wilshire: The perpetual journey of the soul, capítulo XXVII, página 392, se propone la posibilidad de que, en delimitados casos, almas viajen de un portador a otro, inundando al siguiente de todo lo adquirido intangiblemente por el anterior; lastimosamente es común –dice Wilshire– que el alma viajera se mantenga reprimida por el alma del nuevo portador, en este caso, y para evitar una defunción penosa, lo recomendable sería librarse de la esencia pasada y permitirle que se desarrolle en otro ser.

Los métodos expuestos daban la impresión de ser sencillos si se adquiría lo requerido, pero que errados que somos los seres humanos. En un inicio –quizás por simple codicia y egoísmo– preferí no seguir lo indicado por Wilshire. Intenté continuar con mi diario vivir, pero al pasar los días, los meses, asumí que no soportaría la carga que significa tener aquella aflicción en mi pecho, causada, por supuesto, por el alma de aquel hombre.

En Guayaquil fue difícil encontrar un lugar que estuviera plagado de las necesidades básicas que promulgaba Wilshire, de supuestas incoherencias humanas, imposibilidades a sus pupilas. De por sí, estos lugares son escasos en el orbe, y el dar con ellos, es todavía más complicado, pero lo hice. Escarbé el sendero que me llevó al centro de la formación elemental del homo sapiens-sapiens; una corta circunferencia tizada en el césped, espejos reflejándome a centenas, y en cada unidad, yo era distinto. La fuerza del agua crujía tras el dique, que era triangular y me cubría. Observaba, además, los muros agrietarse y transformarse: cuadrado, pentágono, hexágono, la convertibilidad no se cesaba, incluso el googólgono fue superado, y el resultado no fue un círculo, fue algo en su totalidad desemejante, ¿perturbador? El erizamiento de mi piel no lo desmiente, no se han unido letras para formar una palabra que contenga ese momento, pero en mí ha nacido, gurdamo, la palabra fútil que le he dado a esa forma divina, porque no es propiedad de los humanos.

El hallar a la persona indicada para el traspaso fue aún más complicado. Las molestias constantes me afectaban en demasía; un agonizar lento, como si una enfermedad degenerativa, dolorosa y sufrida, no dejara de yuxtaponérseme. Entonces, una tarde de 1907, lo vi a lo lejos, absorto, observando el andar de los muertos desde su polvorienta casa. De inmediato supe que, aquel muchacho que no tendría más de nueve años, adquiriría la esencia que en mí no resultó nada alentadora.

Dudaba de que el peso de otra alma en su cuerpo fuera tolerable a su corta edad. Claude Fournier en La grande salle de l’essence, afirma que el cambio en cuerpos endebles podría ser mortal, por lo que recomendaba que el traspaso no se ejecute en alguien menor de diez años. Así que aguardé. Casi sin falta cada tarde, sentado sobre el oblongo nicho de un ajeno.

Sin desearlo, una tarde de 1911, el joven Medardo, vino a mí. Caminaba tras un desfile de gente oscura, él, abstraído y algo tímido, andaba sigiloso a escasos pasos.

—Espléndido es ver a los muertos arribar a su apestoso olvidar —le dije.

—Es fascinante el hecho de conocer que la vida se extingue con tal rapidez, es hermoso —respondió.

Nunca escuché hablar tan bien de la muerte, como si «fastuosidad» fuese sinónimo de esas seis letras. Advertí de inmediato que no me equivoqué cuando sentí desde lo más profundo, que él era quien consigo debería ostentar el mal nombrado –ahora reparo en ello– «don».

Revivir a cabalidad la conversación de la menguante tarde, me sería insensato, no recuerdo con certeza cada palabra que le emití, ni cada una que recepté, pero fue claro que accedió a acompañarme al insinuarle que quería brindarle un obsequio el cual nunca nadie sería capaz de darle. Su rostro no mostró ningún cambio, no desconfió, no indagó, solo se entregó, como si hubiese estando esperando que dicho momento se plantara ante sus pies.

Lo encaminé entre estrechos pasajes, donde los mausoleos se alargaban, alzaban y se tornaban curvos. Yo, que ya había apreciado esos senderos años atrás, simulaba estar más sorprendido que Medardo. Impetuoso, no detenía el paso. Tomamos siempre la izquierda al vernos frente a una división del camino, él mismo se expandió al acercarnos a nuestro destino; los giros eran extenuantes y la belleza se había extinguido del firmamento; noche, día, astros, que nos dictaba el cielo, sino reconocernos como nada en la nada. De a poco las tumbas perdían sus lapidas, y detrás otros nombres, otras fechas relucían ante nosotros: Alfred Morris (1431-1478); Rose Delaquiour (1243-1291), son solo algunos ejemplos. Ya no estábamos en Guayaquil, el cementerio era una conjunción entre la infinitud del tiempo y el espacio, y en la arbitrariedad de los deseos de los afectados, es decir, nosotros. Medardo, extasiado, avanzaba boquiabierto. A nuestras espaldas, gente desnuda se nos aproximaba. Nos adelantaban con un trémulo caminar, la faz la escondían tras las sombras, sus cabellos eran largos y mugrientos, sus extremidades enflaquecidas, su torso mostraba en relieve sus costillas; con esas particularidades conceptualice al ascetismo y una búsqueda equivoca de la iluminación. Estos seres desaparecieron mientras abordábamos la parte central de nuestra travesía. Centenares reflejos de Medardo y míos, nos miraban de todas direcciones. Juntos abordamos el círculo formado en el pasto. Solo debíamos esperar a que ocurriese; en un limitado punto me sugerí la posibilidad de que nada pasaría, pero cuando los astros proyectaron la transfiguración de los diques en nuestro entorno, finalmente pasó. Me divisé a mí mismo en la complexión de Medardo, y a él en la mía; todo giraba a nuestro alrededor. Lo vi maduro, depresivo, atormentado. Era como moldear el tiempo y el espacio, sin estar adherido a una masa lo suficientemente gigante para poder hacerlo, pero así fue. Sentí como si me extirparan mis órganos vitales, como si un intenso vomitar cortara mi respiración prolongadamente, y como eso me aliviaba.

Los espejos se quebraron al recibir una fuerte ráfaga de viento. Esta se convirtió en un tornado y nosotros estábamos en el ojo. Nuestros pies no se despegaban del suelo, pero al final salimos volando por los aires y caímos, estrepitosamente. Cuando recobré la conciencia el cementerio nos cobijaba nuevamente, recordé ver la silueta de una ciudad desconocida al precipitarnos a tierra, pero ya nada de eso era significativo, había funcionado; las estrellas titilaban con dulzura en el firmamento. Medardo, muy cercano a mí, permanecía dormido o inconsciente; no lo espabilé, él ya lo haría y regresaría a su casa, me marché. Al salir del cementerio, tenía la certeza de que nunca más miraría al muchacho. Por primera vez en veinte años, vivía, respiraba con tranquilidad, y eso me alegraba sobremanera.

Perdí varias facultades cuando me libré del alma que me aquejaba, como las ganas por escribir, y sobre todo olvidé el idioma francés por completo. En octubre de 1913 –si no estoy errado– volví a saber de Medardo. Compré la revista «Juan Montalvo» y allí un poema «Paisaje de Leyenda», me llamó la atención. Leí palabra por palabra, una y otra vez, cada una con mayor intensidad, y presentía a través de un opaco vestigio que yo, hace mucho, había escrito las mismas líneas, sin ninguna diferencia. Ese tal Jean D’ Agreve, era sin duda, Medardo. Se hizo popular con rapidez, y en menos de tres años ya todos se interesaban por sus poemas, que cada vez que los leía, se hacían tan míos.

Tuve la oportunidad de hablar con él una mañana de julio de 1917, la plática fue corta. No me reconoció en un principio, pero cuando le inquirí sobre cómo se sentía tener el alma de un extraño, lo recordó todo: su rostro palideció y trató de evadirme.

—No sé de qué me habla señor, perdón, pero me tengo que retirar, tengo prisa.

No se lo permití; tomé su mano.

—Déjeme —dijo susurrando para que la gente no sospechase.

—Medardo —sonreí y continué musitándole al oído— debes ser cordial conmigo, sabes que por mí, eres quien eres ahora, no me costaría nada despojarte de todo lo que has conseguido.

Se soltó con fuerza y se marchó. Esa misma noche, soñé que me encontraba con el Medardo adolescente y él sollozaba con apremio; me confesaba sus ganas de arrebatarse la vida por todo lo que le atormentaba –quizás al igual que yo, con el pasar del tiempo, Medardo empezó a adolecer de la agonía que es tener un intruso en su interior, pero no deseaba desistir, eso era claro–. Me entregó un papel arrugado donde, con tinta oscura, mostraba en varias líneas una melancolía fastuosa. Al despertar logré rescatar cada fragmento, sin una falla. Fui a visitar a Medardo y se lo entregué ¿con qué objetivo? Te preguntarás. La razón era simple: para ver cuál era su reacción, si me respondía o algo por el estilo, pero no, al mes siguiente lo publicó bajo el nombre de «El aviso» declarándose el autor del mismo. Que lo haya hecho no me molestó en lo más absoluto, porque en realidad, fue él quien me entregó el poema en mi sueño.

Algo turbio me afligió por esos días; una sensación a pérdida, muy parecida a la que tuve que confrontar cuando mi madre falleció, posteriormente me enteré que Medardo había quemado algunos de sus ejemplares de su libro: El árbol del bien y del mal, conjeturé que estábamos en una etapa crítica, en la que el vacío del alma en mi cuerpo me hacía querer tenerla, y eso ocasionaba conflictos en Medardo, incluso de decisiones, pero él no quería despojarse del «don» que lo había catapultado a ser quien era.

Como ya sabes, tuvo una hija con Ángela Carrión Vallejo, por esos entonces me había alejado por completo del mundo, poseía una fuerte cantidad de sucres, gracias a mis padres, y me exilié en mi solitaria casa. Incluso tenía pensado viajar a Francia para abandonar todo contacto con Medardo, ya que, en definitiva, yo tampoco quería que el alma de mi antecesor me agobiara como lo hizo al estar dentro de mí, una vez más. Pero ante mí apareció Amanda Palacios, una joven de veintiún años, quien se robó mi corazón desde el primer momento que la vi en el parque Montalvo, acercarme a ella fue una tarea ardua y difícil, pero pasadas las semanas aceptó salir conmigo, y nos hicimos novios. La amaba con no tienes idea, ella era para mí la luz de mis mañanas, el ocaso de mis pesares; junto a ella lo tenía todo, pero Medardo se encargó de estropearlo.

El 29 de mayo de 1919 sufrí una discusión con Amanda, lamentablemente no guardé mi coraje, y la golpeé. Ella me amaba y quedó sumamente herida –sentimentalmente–. Yo me desprecié, me aborrecí de manera tal que la idea de suicidarme me abordó por completo. Por supuesto, no lo hice, creyendo que podría recuperarla, que me perdonara y seguir adelante con nuestra relación. La mañana del 5 de junio de 1919 le escribí un poema, en él le expresaba todo lo que mi sentimiento emanaba, ya eran muchos años en los que nada había escrito, pero ella se lo merecía y deje, con tinta de mis propias venas, que el papel se colmara de estética. Me acobardé a entregárselo personalmente, fui dónde mi amigo Fausto Jiménez, y le supliqué que fuera con ella y se lo diera, él aceptó.

Todo parecía andar bien, pero Fausto cometió un error. En el momento que se aproximaba a la casa de Amanda, Medardo se cruzó en su camino, dijo que hablaron un poco, y que muy comedidamente le propuso entregar la carta, ya que iba a pasar por la calle de Amanda. Medardo ni siquiera la conocía, ¡el robó mi poema!, y se lo regaló a Rosa Amada Villegas. De mi poema solo cambió la penúltima línea, donde remplazó «Amanda» por «Amada», yo sé que solo fue una letra, pero esa letra cambió un nombre, y ese nombre cambió a su destinataria.

Me enteré pasado dos días, y enfurecí como nunca antes. Fui con Medardo y este casi se desmaya al verme llegar. No sabía que él que había escrito aquello era yo, alegó que cuando lo leyó, infirió en que, de alguna manera imposible, el poema era de su autoría. Yo lo desmentí y estuve a punto de golpearlo, pero no lo hice, seguí por la calle y me esfumé. Fui con Amanda, pero al estar en la puerta, me informaron que se suicidó la noche anterior. Las lágrimas debieron rozar mis mejillas al instante, pero solo reparé en aquello cuando apretaba el cuello de Medardo con mis manos. Si no hubiera tomado el poema para él, quizás ella no estaría muerta, pero no, ¡él lo hizo!, ¡y con eso no ganó nada! Quise matarlo con todos mis deseos, pero no me atreví a hacerlo. Así que le ordené que fuera con Rosa Amada y que le confesara que él no había escrito el poema, y que ella no era la destinataria; si se reusaba a hacerlo me vería obligado a hundirlo de la forma más atroz en que se puede atacar a un poeta; arrebatándole el «don», la capacidad para darle belleza a las letras.

—Sé que ya debes haber descubierto que la esencia que te obsequié le pertenecía a Rimbaud, y si no fue así, ahora lo sabes —le comuniqué—. El día en que Arthur falleció, yo nací, deduzco que al igual que a mí, debiste tener muchas pesadillas confusas: el hombre que con frecuencia debes haber soñado era Verlaine, todo, absolutamente todo, eran memorias de Rimbaud ¡Yo soy Rimbaud! ¡Tú tienes a Rimbaud gracias a mí! ¿Quieres perderlo?

No tenía idea de cómo hacerlo, en definitiva si no se rectificaba con Rosa Amada, yo no tendría manera de extirparle la esencia creadora de Rimbaud. Medardo dijo que lo haría, que sería pronto, pero que esperara un poco para pensar en la manera de hacerlo, yo le dije que no me interesaba los métodos que usara, simplemente que lo hiciera y que me devolviera el poema. Él aceptó y yo me fui.

Nunca pensé que Medardo me tendría preparada una trampa.

Al tercer día, golpeó la puerta de mi casa, muy temprano. Dijo que se dirigiría a ver a Rosa Amada y me citó al anochecer en el parque Seminario, con la finalidad de que habláramos del alma de Rimbaud, sabía que todo era una excusa, pero accedí para ver que se traía entre manos, y demostrarle que no podría conmigo.

Crucé el enrejado con facilidad, me preocupaba que alguien atisbara mi presencia, un aliado de Medardo, o cualquier simple gendarme vigilante. Las siete dieron las ocho y las ocho las nueve. Empecé a impacientarme, ¡qué demonios pasaba! Bajo el monumento a Bolívar me desplazaba, casi a cuclillas, expectante, pero nada, hasta que detrás de la estatua, frente a la Catedral, se cernía una diabólica tormenta de fragilidad. Entre el cemento y el césped resaltaba un color rojizo, el olor de la hierba. El aire resonaba y refulgía entorno al cuerpo inerte. La atmósfera como una matriz gigantesca empezaba a dilatarse y sus minúsculas nubes disimulaban no haber visto nada, y dejaron caer su manto de llanto, para no confesar su delito de testigo.

La cara, de una mujer joven de cabello sedoso, estaba desfigurada. Una gran piedra a su izquierda mostraba el arma homicida. Al otro costado, un cerrojo se distinguía entre los Dientes de León, abrí la diminuta puerta halándola. Unas escaleras sombrías me dieron la bienvenida, descendí sin siquiera pensarlo. Una vez abajo, en plena tiniebla, me indagué el cómo había llegado ahí, inútilmente quise regresar por donde vine, el camino de regreso se había evaporado y dos grandes puertas, iluminadas por dos focos tenues, me proponían una elección insalvable. Opté por la derecha. Inexplicablemente ambas puertas se abrieron al unísono. Dentro, ante mí, se enmarañaba un camino de símbolos; una siniestra bifurcación del mundo, un zaguán interminable, al alza, estrellas de colores, que variaban a cada mirada; de estrellas a losa, de losa a pasto, de pasto a horizonte. Concluí en que me había sido deparado revelar la sombra, para poder salvar mi vida de la muerte eminente que Medardo me tenía preparada. Apoyado en mis investigaciones obtendría apaciblemente, formas que me serían de utilidad para mi salvación, el prefacio de Tod in der Seufzer (1842), expone la formación ancestral de posada del vengador del orbe, artista encargado del talento de los hombres, lastimosamente el texto original fue destruido en su gran parte, por lo que un vacío, a lo mejor inllenable, perdurará. Use el máximo de mi memoria para remembrar el texto, así pude afirmar que el vengador diría una vez: Me exilio a experimentar con la fuente de vida. Y otra: Me exilio a alumbrar la perdición del hombre. Todos imaginaron dos propósitos; nadie pensó que hubiese una conjunción entre «fuente de vida» y «perdición del hombre», estas eran un solo ideal. El aposento del vengador debía erguirse en el centro de un jardín, cercado por un caudal impenetrable; el hecho puede haber sugerido a los hombres una enredada indescifrable, pasos circulares a un exterminio ya destinado. El vengador debió conseguirlo; por eso Rimbaud fue solo un inicio, un experimento bien logrado, y nadie, en las vastas acciones que fueron suyas, dio con el espíritu primario. Las conceptualizaciones, que en algo –visto desde una perspectiva objetiva y elocuente– me colocaron en un punto direccionable, fueron: la premisa que arguye, que el vengador se había propuesto atar al humano a una subliminal caracterización del pensamiento y se prolongara a la eternidad; y que de efectivizarse, la composición de un nuevo orden global, enviado por los sucesores de otro experimento, canalizados a la dominación de cada partícula viviente, sería un hecho.

El vengador escarbó en lo profundo de la psique humana, para que la idea existiera en cualquier punto de la esencia de alguien que estuvo en contacto con el polvo que mis pies ahora tocaban, y que lo hicieron desde chico, pero no lo advertí hasta ese preciso momento. Los muertos y los ascetas también formaban parte del estos muros, y en el firmamento sus cuerpos formaban algo comprensible, es decir, los asesinatos aparte de ser causales, incidían en una lógica geométrica perfecta. Esta última parte me fue develada cuando di con Medardo en el centro del laberinto. Las aguas se calmaron y me concedieron el paso. No se sorprendió por mi visita, él ya me esperaba. Sus ojos eran completamente negros: cornea, iris, pupila, cristalino, todo lo que se podía apreciar del ojo era color negro.

Me reveló que estaba ante la perfección del vengador.

—Si tú lo hubieras apreciado, Julio, si tú lo hubieras hecho parte de ti abriéndote a este reino, te sentirías tan bien como yo —me dijo.

—Resolviste el problema de la travesía del alma —le sentencié y asintió.

—Mira, Julio. Para que todo lo que ideó el vengador se llevara a cabo, necesitaba ser preciso, uso geometría y algoritmos. Esos que sirven para poder mover vértices sin modificar aristas opuestas ya formadas. ¡Este es el cubo de la muerte, el imperio bajo la esperanza humana! La geometría le ayudó a que la maldita posición del espacio-tiempo se detenga. —Tosió un par de veces, y tras escupir un líquido azul, prosiguió—. Te explico. El movimiento algorítmico permite que una premisa geométrica, quede a la merced o voluntad del resultado del algoritmo. Euclides estaría fascinado de ver como su sistema deductivo para organizar las propiedades de la geometría queda desecho. —Sonrió—. Así podrías realizar una propiedad aditiva de desigualdad sin ningún problema. Reinventarla y generar un proceso que te lleve a ser indetectable en el mundo de los humanos.

Alzó los brazos en son de victoria.

—Medardo, pero eso afectaría en demasía a quien lleva consigo esa alma, es decir, quedas expuesto a ser el enlazador de estos dos mundos. Por eso el destino de Arthur, por eso nuestro dolor diario. A la final, morirás. —Carcajeó—. No, mi querido Julio. La muerte no está hecha para un hombre que está dividido en los dos mundos. ¡Me convertiré en el ángel de abismo sin fondo que purgue a la raza humana! ¡Seré Abadón! Su cuerpo empezó a crecer lentamente, se transformaba.

Corrí de vuelta a los corredores del laberinto, el surcarlo hasta regresar me tomó varias horas. Cada cuando volvía la vista, para divisar si Medardo se acercaba. En el cielo flotaban los cadáveres, entonces lo comprendí: los portadores estábamos destinados a promulgar una actitud de declive ante las masas, que servirían a que un segundo vengador engendre en otros hombres la idea de poder y dominio.

Me sentí un intruso en el caos, pero a la vez yo también formaba parte de ese penoso mundo. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Los focos continuaban encendidos, acometí cautelosamente el descenso. Sabía que él deseaba confundirme. Bajar antes que Abadón volviera. No cerré las puertas porque asimilaba que solo él tenía las llaves.

Observaba una luz, casi había escapado cuando sentí que algo ascendía por mis espaldas, yo pusilánime, él opresor. Abandoné mi fortaleza desde que me introduje en esta revelación, la principal razón, me perseguía una deidad. Me detuve… Había acabado… Pero no agaché la mirada.

Morí… ¿Morí?

Me espabilé sobre un diván polvoriento. No había sido un sueño, estaba seguro. Delante de mí, Rosa Amada yacía inconsciente en las frías tablas. Entonces, sin mirarlo, supe que estaba detrás de mí.

—A la idea del vengador le falta una enmarcación hexagonal; el reflejo diagonal, gracias a eso escapé. —Frunció el ceño—. Crees que esto es por mí, no lo hago ni siquiera por el vengador, si hubieras resuelto el cubo lo sabrías. Además la enmarcación hexagonal es innecesaria, no olvides las proyecciones, si aquí se la enmarca, no habrá salida —respondió—.

—Sí, pero aún no lo has hecho —repliqué—.

—Lo haré, ahora que solo vivo para el mundo del abismo —sacó una pistola; no me importaba ya morir—. Has tomado tu rumbo, proteger a quienes dan la espalda a la divinidad, pero ese es asunto tuyo. Has muerto en mi mundo. Ahora vives por y para ellos, pero no lo olvides nos volveremos a ver, será la lucha de elegidos, ¡cambiaré el apocalipsis! No ganarán, este universo será gobernado por un nuevo mundo.

Me apuntó fijamente y luego giró el arma.

—Para la próxima vez que nos veamos, Julio, te encerraré en la esvástica, mi imperio, el delirio del mañana.

Retrocedió un par de pasos, colocó la pistola tras su oreja, y mirándome fijamente a los ojos, como yo lo hice, muy cuidadosamente, disparó.

Hui.

P.D.: A la mañana del sábado 11 junio de 1910 me informé por El Telégrafo que Medardo había utilizado un revólver Smith Weisson calibre 32, que curiosamente, yo le había prestado a José Luis Ampuero Abadíe, en abril, porque alegaba que le daba la impresión de que querían asesinarlo.

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París, 10 de junio de 1950

Han pasado varios meses desde que terminé mi historia de Medardo y hoy se cumplen cuarenta años exactos desde que se quitó la vida y cinco desde que lo su plan falló, a pesar de haberse aliado con el alma del otro vengador. No expongo aquella historia aquí, porque aunque su relevancia fue enorme y la asidua sucesión de hechos grandiosa, todos conocen su conclusión. Pero lo que aún me atormenta fueron sus últimas palabras: Esta derrota no será permanente, en otros universos venceremos de varias formas, espero el día en que todo se fusione, y estés a merced de la poderosa superioridad humana, ese día llegará pronto, mi querido amigo.

Un holocausto se avecina, y lo más probable es que no estaré en esta parte de la realidad para avizorarlo.

En algunos periódicos alabarán a Medardo, en pequeñas secciones, al fondo, alejado de los titulares. Sé que con el tiempo se convertirá en más que un símbolo del Ecuador, y eso no me molesta en lo absoluto. Ahora se encuentra descansando en el mismo lugar donde le entregué la esencia del hombre a quién también ya he podido visitar en Charleville, Rimbaud. De los tres, solo yo sigo vivo, aunque ahora supongo que ya no soy ni Rimbaud, ni Medardo Ángel Silva; éramos deux guerriers, al divisar la luz fuimos trois guerriers; fuimos en un pasado, son ellos, yo ya no. De la misma forma, ahora entiendo que Amanda debió morir, al final; sin duda, a Medardo le hubiera ocurrido lo mismo. Amanda estaba ligada a Rosa Amada, quienes fueron ellas en el pasado lo desconozco. Por el mismo motivo confuso, Rimbaud se apartó cortantemente de la poesía a los veinte años, quizás él descubrió una manera de controlar el alma que lo atormentaba, pero que al final también terminó consumiéndolo. Dónde estará ahora, de seguro será una incógnita hasta que reaparezca en otro hombre, si es que ya no lo ha hecho. En algún momento de la historia, la creación de los vengadores volverá a ser fuerte, y tendremos que volvernos a enfrentar a ella, estén preparados.

Priez pour lui, priez pour eux, priez pour nous.


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