El Supremo ha inculpado por cohecho impropio a Baltasar Garzón por pedirle dinero a empresas y bancos para patrocinar unos cursos sobre justicia en la Universidad de Nueva York, noticia que la prensa divulga amedrentada porque numerosos periodistas caemos en una falta similar, que para un magistrado es delito.
Parece bastante claro que, a falta del juicio correspondiente, Garzón aprovechó su cargo para obtener ingresos de empresas que debió enjuiciar y que se negó a hacerlo.
Es decir, que las donaciones lograron aparentemente que rechazara alguna causa contra sus patrocinadores.
La justicia aclarará el caso. Entre tanto, hablemos de nosotros mismos, de los periodistas, profesionales que sin bien no somos servidores públicos, tenemos el deber de ser incorruptibles ante la audiencia a la que informamos.
Los periodistas deberíamos declarar públicamente los regalos que recibimos, aunque muchas veces se deben a una relación de verdadera amistad y de intercambios de poco valor entre personas cercanas, como en cualquier otra profesión.
Pero aparte están los regalos que le llegan a los periodistas por su cargo, no por su persona, y no para que se hable bien de los donantes, sino para que no se haga mal.
Se ve en Navidades o en cumpleaños en muchas salas de redacción: numerosos paquetes dirigidos a las esferas más altas y al área de Economía.
Y ello, al margen de los paquetes que van a las casas de los agasajados. Son cohechos, grandes y pequeños, que logran que haya empresas que nunca reciben una crítica en medios a los que, además, sostienen con abundante publicidad.
Esta es la realidad: si hasta un superjuez parece corruptible, cómo no lo van a ser también unos periodistas que no tienen cargo público alguno, y que además están cada día peor pagados.
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