No tengo ninguna simpatía por el juez Baltasar Garzón, esa es la verdad.
Es más, no tengo simpatía por ningún juez que hace de la aplicación de la justicia una herramienta para obtener sus propios fines, sean estos jurídicos, políticos o de cualquier otra índole y Garzón, es un buen ejemplo de ello.
Es difícil, para quienes creemos en la separación de poderes, guardar respeto a quien, durante años, ha sido protagonista de instrucciones penosas con el único objetivo de poner al servicio del gobierno de turno la Audiencia Nacional.
Sin embargo, a pesar de la opinión que me merece el encausado en cuestión, imputarle un delito de prevaricación por investigar los crímenes del franquismo y hacerlo, gracias a las querellas presentadas por dos asociaciones cercanas a quienes cometieron esos crímenes, me cabrea.
Máxime, teniendo en cuenta que sucede el día de la conmemoración del 35 aniversario de los asesinatos de Atocha y el año del 75 aniversario del bombardeo de Gernika.
Uno de los mayores errores de la transición, tal y como yo lo veo, es que después de 40 años de dictadura y de un genocidio en toda regla, nadie tuvo que reconocer su afección al régimen, ni el dolor causado, ni pedir perdón para seguir participando en la vida política, económica o judicial.
Eso que ahora reclamamos a ETA, no se les reclamó entonces a los fascistas que rápidamente se apuntaron al título de demócratas de toda la vida, particularmente, en el poder judicial.
Así pues, al margen de Garzón, el proceso que hoy se está llevando a cabo en el Tribunal Supremo, es la constatación de que la memoria histórica sigue siendo la gran asignatura pendiente de la democracia española y que tendrá que resolver antes o después si quiere seguir llamándose así.