Revista Educación

Gasusa

Por Siempreenmedio @Siempreblog
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Como Leiv Motiv, hace tiempo elegí esa palabra que entonces se usaba mucho para definir hambre sobre todo en la hora de los recreos. Las contraseñas digitales ya comenzaban a proliferar y morían navegadores como Terra, que para la generación a partir de 1990 suena a un término tan nostálgico como Gaia.

Al igual que el estilo de vestir, la forma de sonreír o el color de voz, el hambre que parecía acompañarme a todas horas y hacía tanta gracia a mi entorno se instaló como un adjetivo facilón para describirme. Era un hambre simpaticón, caprichoso, que me hacía parecer el perfecto público objetivo para una multinacional de snacks.

"¿Te apetece un Donut?", "la hora perfecta para un Kit Kat ", "es momento de celebrar". Sí... Sí... Sí.

Siempre me apuntaba a todos los planes donde había comida de por medio. Aunque tuviera que acomodar mi ropa y, con los años, temiera simplemente deslizarme desde una generando un alud de comidas desperdigadas. Tantos síes al hambre se convirtieron en un no a la vida.

Mucha gente padece esta hambre del primer mundo. El hambre constante en la sociedad de la imagen comenzaba a generar una población desanimada y frustrada. No pasa nada. Para eso abrían sus puertas miles de gimnasios y motivadores que por módicos precios te explicaban cómo controlar tu hambre.

Hay un truco en el mercado. Sin necesidad, no hay ventas. Un compañero me explicaba en una parada de una jornada de un día (para no dar más detalles, solo añadiré que nos encontrábamos frente a una pulguita de pata y un barraquito) que yo no tenía hambre, que todo estaba en mi cabeza. Mi estómago rugía a modo de protesta y recibía su dosis hasta las dos horas siguientes o amenazaba con castigar a base de fatiga.

Y lo cierto es que siempre había tenido hambre, pero la solución no estaba en la comida. Ah, no. No esperen respuestas mágicas. Hay una solución y es bien sencilla. Si me siguen en Instagram, y por un módico presupuesto, les diré la respuesta.

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