Entro en el ascensor junto con dos vecinos: un hombretón muy circunspecto de mediana edad que lleva una barra de pan espachurrada bajo el brazo y una señora rubia con la cara arrugada como una pasa, tan bajita que apenas si alcanza al botón del cuarto piso. El señor suspira a modo de adiós y se baja en el segundo.
Se cierra la puerta metálica. La vecina-pasa levanta la cabeza y se me queda mirando. "Pobre hombre", dice. En condiciones normales, soy lo que se dice una vecina cotilla, de esas que fabrican historias a costa de la intimidad de los demás. Hoy, sin embargo, llevo prisa y me hago la sorda. Ya en el descansillo del cuarto, insiste: "Pobre hombre".
Da rienda suelta a la historia del pobre hombre mientras busco las llaves en el bolso. Resulta, en resumidas cuentas, que el pobre hombre encontró a su mujer muerta hace un par de semanas, tendida en el suelo de la cocina, con la masa de las croquetas todavía entre en los dedos. El viudo tenía, al parecer, la costumbre de acostarse muy temprano. Esa noche, ella se había quedado cocinando. La difunta había disfrutado de buena salud hasta la fatídica noche de las croquetas, de acuerdo con el relato de la vecina-pasa.
“Fíjate que esa misma mañana, mientras tendía la ropa, le escuché cantar", asegura.
"Así es la vida", respondo.
"Pobre hombre", repite.
Lo cierto es que en este portal hay gato encerrado. En el tablón de anuncios junto a la portería hemos llegado a tener cinco esquelas, como si todos los vecinos se hubieran puesto de acuerdo para morirse al mismo tiempo. Desde que vivo aquí, hace algo más de un año, ya he perdido la cuenta del número de fallecimientos. Entre ellos el del antiguo portero, un hombre joven que se suicidó lanzándose desde la azotea este otoño, y el de la vecina de la puerta de al lado de mi casa, a la que nunca llegué a ver en vida.
Se trataba de una anciana enferma, así que el desenlace era previsible. Fue, sin embargo, un poco raro: estaba abrochándome el abrigo en el rellano del ascensor cuando me di cuenta de que la puerta de su casa estaba entreabierta. Una mujer descalza, vestida con una bata azul claro, el pelo desordenado y el rostro blanquísimo me miraba,
“La señora Ana se ha muerto”, dijo con un hilo de voz.
“¿Cuándo?” pregunté con alarma.
“Ahora mismo”, respondió ella.
Espié el pasillo en busca de alguna señal y me pareció ver a Claudia, la enfermera venezolana, a través del cuerpo traslúcido de la señora. Seguramente fue un efecto óptico, pero hasta que no bajé a la calle y me dio el sol en la cara no se me quitó de la cabeza la idea de que la propia señora Ana me anunció su muerte.
Mi madre, que cada vez que viene a visitarnos se detiene en la portería para leer las esquelas, insiste en que nos mudemos de casa. Yo le digo que no se preocupe, que este es un portal con muchos ancianos y nosotros somos jóvenes. Sólo que, como acabo de explicar, no es cierto. No sé si enviarle este post a mi casera para que, por lo menos, nos baje el alquiler.