Viernes. 26 de abril de 2019. Hora aproximada: 23:15. Mi bolso no está.
Había quedado con una amiga, como hago de tanto en tanto, para ponernos al día. Yo, sentada en un taburete enfrente de ella a la mesa de una vinatería. Cazadora, fular y bolso en un taburete a mi lado. Cazadora y fular en el taburete de al lado. El bolso no está. Ese instante de no visualización y de inmediata asunción de lo que significa es como una caída al vacío.
Mi bolso no está. Mi amiga me llama a mi teléfono móvil. Un teléfono que estaba encendido y con la batería llena. Teléfono apagado o fuera de cobertura. No hay duda: me han robado el bolso. Y nadie se ha percatado de nada. Ni yo. Ni mi amiga. Ni los camareros. Ni el resto de los clientes del bar.
Mi bolso es: documentación, tarjeta bancaria, llaves de mi domicilio y teléfono móvil. Mi vida en un bolso. Caída al vacío.
Tengo a mi amiga. Punto de sujeción.
La última y única vez que me había ocurrido algo parecido fue hará unos veinte años. Me robaron la cartera. Si hubiese sido el bolso, en aquella ocasión mi única preocupación extra hubiera sido el consabido cambio de cerradura. Porque por aquella época yo, y me imagino que la mayoría de vosotros, no tenía teléfono móvil.
No soy adicta al móvil. Lo he descubierto con este suceso. Era un buen síntoma estar dedicando mi atención plena a mi conversación con mi amiga en lugar de estar con mi móvil en la mesa y tecleando o mirando su pantalla a cada rato (aunque bien me hubiera venido que no hubiese sido así). Sí estoy muy acostumbrada a él y el no tenerlo conmigo fue como si me faltara algo, supongo que todos habéis sentido algo parecido si, por ejemplo, alguna vez lo habéis dejado olvidado en casa o en el trabajo. Pero el saberlo irrecuperable, el darlo por perdido, me causó cierta sensación de desamparo.
No tenía pin ni contraseña ni huella dactilar para desbloquearlo. Tampoco tenía hecha una copia de seguridad. No obstante, una vez asumida la situación, tomadas las medidas de seguridad oportunas y puesto la denuncia correspondiente en comisaría, mi mayor preocupación era estar localizable para oportunidades laborales. Afortunadamente, obtener un duplicado de tarjeta sim es un proceso fácil y, no sé si tan afortunadamente, mucho más rápido que obtener nueva documentación y tarjetas bancarias.
Ahora estoy temporalmente, hasta que compre uno nuevo, con un terminal de esos que cuando los reemplazamos guardamos para un por si acaso y que apenas me ha permitido instalar la aplicación de whatsapp, gracias a la cual, por cierto, he podido recuperar gran parte de mis contactos.
Si os cuento todo esto es por dos motivos. Uno: por esa diferencia de veinte años entre dos sucesos tan parecidos que muestra el cambio que ha supuesto en nuestro modo de vida el móvil, la tecnología y todo lo que ello simboliza y la necesidad que la sociedad nos crea de todo ello. Y dos: por esa sensación de inseguridad, de desprotección, de pérdida de control.
Me da un poco de vergüenza llevar tanto rato hablando de mi pequeño drama personal, que a estas alturas ya se ha rebajado a la categoría de anécdota, cuando debería estar haciéndolo de un drama mucho mayor. Porque al fin y al cabo esto es, no voy a decir un blog literario, pero sí una especie de diario de lecturas o impresiones acerca de las mismas. Vamos, que yo debería de venir aquí a hablar de mi libro, que no es mío porque ni lo he escrito yo ni es de mi propiedad, pues lo he sacado de la biblioteca pública, así que sí, un poco mío también es.
El libro es de (vamos, que lo ha escrito) David Peace, un británico de Yorkshire (como lo son los dos trabajadores que dan voz al colectivo minero en su libro) afincado en japón que había escrito con anterioridad una serie de cuatro novelas sobre un asesino en serie en el Yorkshire entre 1974 y 1983. Y su libro, publicado por primera vez en 2004 aunque a España no ha llegado hasta el año pasado gracias a la labor editorial de Hoja de Lata, se titula GB84, siglas que se corresponden con Gran Bretaña 1984. Y ¿qué pasó en la Gran Bretaña de 1984? Pues una huelga minera que duró prácticamente un año. Un pulso, un toma y daca entre el sindicato nacional de mineros y el gobierno de Margaret Thatcher. Una sociedad fragmentada al borde de una guerra civil. Un acontecimiento histórico que marcó el final de una era y el principio de otra.
Soy de tierra minera. Asturias verde de montes / y negra de minerales (así lo proclama el poema de Pedro Garfias, lo musicaliza Victor Manuel y lo cantamos todos los asturianos con más sentimiento que nuestro himno oficial). Sin embargo, mi corazón es más verde que negro. Reconozco que hay algo atávico en la minería y sus trabajadores. Esos hombres que se adentran en la tierra y escarban en sus entrañas, como si estuvieran hechos de una pasta especial. En Asturias la gente de las cuencas mineras tiene especial fama de bruta pero también es justo hablar de su profesionalidad y de instituciones de referencia que han nacido al calor del carbón como es el Instituto Nacional del Carbón o el Instituto Nacional de Silicosis, así como de la Brigada de Salvamento Minero cuyos miembros hace escasos meses casi fueron elevados a la categoría de héroes nacionales, los mismos miembros que representan a esos mineros abandonados por la misma sociedad que hace poco los aupara.
Aquí también ha habido cierre de minas, huelgas mineras, mineros que se han quedado sin trabajo, zonas que aún siguen registrando la mayor tasa de desempleo de la región. Un modo de ganarse la vida que se acabó porque el mundo ya no va en dirección al interior de la tierra sino hacia la estratosfera. Supongo que siempre pasa. Así lo pienso. Unas cosas se acaban porque surgen otras. Hay que saber adaptarse, aunque con el ritmo actual al que todo cambia casi parece misión imposible. Los gobiernos y los políticos deberían estar para captar y adelantarse a esos cambios, para procurar un reciclaje profesional y evitar tantos dramas personales y familiares. Los nuestros parece que lo que mejor han sabido hacer es gastar, más que invertir, el dinero de los fondos mineros y llorar por más.
No suelen gustarme las formas beligerantes de protesta, reivindicación y lucha. Y no hablo solo de los mineros pues también soy de tierra desindustrializada. Entiendo el drama de tantas personas que se quedan a la vez sin empleo pero pienso, y no voy a añadir el manido por ejemplo porque además yo lo he sido, en tantos pequeños autónomos que han tenido y siguen teniendo que echar abajo y cerrar definitivamente sus persianas. Pienso en el ingente número que suman, en su invisibilidad, en su absoluta falta de apoyo, en su soledad. En nuestra responsabilidad también por todo ello, no voy a caer en la trampa de echar toda la culpa a los demás. Pero viendo y viviendo el panorama laboral actual no puedo evitar echar de menos esa rabia, ese puñetazo en la mesa, ese rebelarse para dejar de tragar lo que no deberíamos tragar de esas generaciones que nos han precedido y que conquistaron para nosotros unos derechos laborales que nos hemos dejado quitar.
Cuento todo esto, que parece que hoy estoy empeñada en no hablar de mi libro, para dejar constancia de que no sé muy bien qué es lo que me ha movido a leer GB84. No es un libro que me llamara la atención a priori, más bien he ido interesándome por él poco a poco. Y las huelgas mineras ya veis que me producen más bien una mezcla entre el rechazo y la indiferencia, aunque me han tocado de cerca más de lo que pienso. Pero claro, GB84 no es solo un libro sobre una huelga minera y, si así fuera, la huelga de GB84 no es una huelga cualquiera. GB84 es, salvando las distancias, como el robo de mi bolso: absoluta confusión y caída al vacío y la firme constatación de un cambio de era.
El prólogo que Daniel Bernabé escribe para esta novela es francamente bueno. Os invito a leerlo aquí. Es más, si sentís real interés por este libro y dado el cariz que ya ha tomado desde el principio esta reseña, os aliento a que abandonéis la misma y pinchéis en el enlace que os proporciono. Por cierto, Bernabé nos recomienda en dicho prólogo dos documentales para entender la época en la que se desarrolla la novela y cómo se gesta el cambio de mentalidad que da paso a una concepción nueva del mundo que tienen una pinta estupenda y que aún no he tenido ocasión de ver: El espíritu del 45 de Ken Loach y El siglo del yo de Adam Curtis. Pero a lo que voy, Daniel Bernabé nos dice en su prólogo acerca de GB84: "Este libro podría estar en la sección de novela negra de su librería, pero también ser catalogado como novela social, reportaje periodístico o incluso novela histórica si, al menos, este último género no fuera habitualmente un divertimento escapista que tiene poco de aprendizaje y mucho de ideología reaccionaria". Yo añadiría que este libro tiene también mucho de novela bélica. En él hay verdaderas batallas campales. Hay estrategia. Juego sucio. Intereses políticos. No creo que haga falta que os aclare que donde las guerras se gestan y se deciden es en los despachos. Y en la de GB84 incluso en habitaciones de hotel.
Lo primero que hay que dejar claro acerca de esta novela de David Peace es que es eso: una novela. Y no de las no sé si bien llamadas de no ficción. GB84 es una novela de ficción. Basada en hechos reales, sí. Documentadísima, también; se nota la ardua labor de investigación que ha llevado a cabo David Peace y no solo por la bibliografía que aporta al final. Que la sentimos fiel a la realidad al leerla, indudablemente. Pero es eso: ficción, lo cual no la hace ser menos que si no lo fuera.
En GB84 hay personajes reales. Esta ella: la hija del tendero, Maggie, que aparece siempre en segundo e incluso en tercer plano. Ella, con su objetivo final de implantar el neoliberalismo en Gran Bretaña y no ceder ni un milímetro en sus decisiones. Está Arthur Scargill, presidente del NUM (Sindicato nacional de mineros): el Stalin de Yorkshire, el Rey Arturo para su afiliados, para lo hombres que confían ciegamente en él. También están personajes de ficción que son trasunto de otros reales. Hacen el papel de lugartenientes y realizan el trabajo sucio. Están dos mineros que simbolizan lo que vivió y sufrió ese colectivo. Y están los personajes realmente de ficción. Son oscuros, responden muchas veces a motes y protagonizan una trama imbricada en la real, supongo que para dejar constancia de todo lo desconocido, siniestro y lo que queda al margen en estos acontecimientos.
En GB84 hay violencia. Un despliegue policial inusitado y desproporcionado. Una cobertura periodística parcial. Hay resistencia y desgaste. Hay falta de apoyo y financiación dudosa. Hay niños que pasan hambre. Facturas sin pagar. Parejas que se separan. Mineros que vuelven al trabajo. Esquirol. Esquirol. Esquirol. No importa si desde el principio de la huelga. Esquirol. Esquirol. Esquirol. No importa si al final. Esquirol. Esquirol. Esquirol. No importa si un único día. Esquirol. Esquirol. Esquirol. Eso eres. Esquirol. Esquirol. Esquirol. Eso serás aun cuando ya estés jubilado. Esquirol. Esquirol. Esquirol. Por eso serás recordado una vez muerto. Esquirol. Esquirol. Esquirol. Eso serán tus hijos, hijos de esquirol. Esquirol. Esquirol. Eso serán tus nietos, nietos de esquirol. Esquirol. Esquirol.
Leer a David Peace no es fácil. Nos bombardea. Bum. Bum. Bum. Nos dispara a bocajarro. No está mal para una novela bélica. No estaría mal tampoco conocer en profundidad la historia reciente de Gran Bretaña para ubicarnos mejor en su novela. Frases cortas, a veces casi como en código, como si fuese él el espiado y temiese micros escuchando y ahí me las apañe yo. Aun así leo, sigo, quiero saber. La trama oscura, la más de ficción es especialmente confusa y no estoy muy segura de haberla comprendido completamente ni de que me haya aportado demasiado al conjunto de la novela. Leer GB84 requiere plena atención por parte del lector. La pongo. Me esfuerzo. Reconozco que en la segunda mitad del libro tengo la cabeza también en otras cosas. Sí, me han robado el bolso. Qué me importa el mundo que se desmorona en la Gran Bretaña de 1984 cuando mi pequeño mundo iba en ese bolso.
Mi lectura de GB84 coincide también con el 1 de mayo y caigo ese mismo día en lo oportuna que es para esa fecha. No soy muy de días de y no acostumbro a hacer lecturas ni otras actividades temáticas pero, ya que estoy, y que tengo tiempo, aprovecho para ver una película que tenía ganas de ver. Se trata de la portuguesa La fábrica de nada de Pedro Pinho y es la historia de los trabajadores de una fábrica cuyos dueños deciden trasladarla y que se encuentran de un día para otro en la situación de luchar y resistir o aceptar irse a sus casas con la indemnización que les ofrece la empresa. Es una cinta curiosa, muy interesante, que combina diferentes registros. No creo que sea del gusto del gran público y se le podría discutir algún matiz pero, aun así, sus tres horas de duración no se me hicieron largas.
Termino GB84 y sigo sin documentos que me identifiquen y sin tarjeta del banco, pero ahora que ve la luz esta reseña puedo declarar que ya no soy una indocumentada. Eso significa que podré votar en las próximas elecciones del 26 de mayo, ya que no pude hacerlo en las generales del pasado 28 de abril. Votar para que todo cambie o para que todo siga igual. Y no me refiero con esto a votar a los que están o votar otra alternativa. En la conversación final de La fábrica de nada uno de los personajes se pregunta qué va a pasar de ahora en adelante, para qué sirve todo lo perdido y lo luchado. Afirma que el mundo no se divide en la izquierda y la derecha, que si hay dos grupos opuestos uno es aquel que acepta el mundo con todo lo que implica y el otro el que es capaz de renunciar a las comodidades, tecnología, etc. que ese mundo le aporta, y que la realidad es que todos sabemos demasiado bien a qué grupo pertenecemos y cuál es el grupo que se queda vacío.
Soy hija de mi era y de mi mundo. Una era y un mundo en los que no siempre me sienta cómoda. Estoy segura sin embargo de que contribuyo a perpetuarlos más de lo que conscientemente percibo. Tampoco conozco ninguna alternativa viable para cambiar lo que me disgusta sin renunciar a lo que me gusta. Tengo además la no sé si sospecha o sensación de que estoy atada de pies y manos y de que poco poder de decisión tengo para cambiarlo. La huelga que iniciaron los mineros de Gran Bretaña en 1984 también fue una guerra perdida de antemano. Con ella se perdió un mundo y se asentó otro bien distinto. Un mundo que siento que actúa como si nos dejara en la noche solos, sin dinero, sin llaves de casa y sin teléfono. Un mundo al que, una vez que nos damos cuenta de nuestro desamparo, salimos bien abrazaditos a todo lo que simboliza nuestro bolso para engañarnos.
"Solo somos monigotes, con nuestros gorros y nuestros zuecos de monigotes... Y nos rasuran la cabeza. Nos mandan a las duchas... No suben a sus trenes. Nos meten en sus minas. La puerta de la jaula se cierra. La jaula desciende... Para taparnos con tierra. Para dejarnos enterrados... En el lugar de la batalla. En el lugar del miedo..."
"Tenemos que vivir en este mundo tal como es [...], no como nos gustaría que fuera..."
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