Tendría 18 años y estaría en el servicio militar. En esa época buena parte de mi servicio militar iba de unos largos viajes del Vedado al reparto Bahía, montado en rutas como la 20, la 8, el P-11. Por entonces tenía (léase le había incautado a mi padre) un raro reproductor mp4, probablemente de facturación china, que pretendía emular con las funcionalidades de un iPod –y fracasaba estrepitosamente en el intento. Pero a través de los audífonos de aquel trasto que se reseteaba constantemente y perdía la carga enseguida comencé a tomar cabal conciencia de lo que era Gema y Pavel, que son –por si queda algún despistado que no se haya enterado aún– mucho más que un dúo.
Primero que todo hay que entender la clase de músicos que son ambos, individualmente hablando, y el tremendo mérito que entraña que estos artistas pusieran sus egos a un lado por tantos años para aprender e inspirarse mutuamente. Gema Corredera y Pavel Urquiza no son un ente indivisible –sus notables carreras en solitario dan cuenta de ello–, pero ambos están marcados irrevocablemente por su trabajo en conjunto. Cuando hablo de Gema y Pavel como un todo, hablo también de las singularidades de ese todo. Son hermanos de creación, pero son más que capaces de pararse sobre sus propios pies y defender su obra.
Hecha la aclaración, les dejo esta certeza: Gema y Pavel son el cierre perfecto del siglo XX de la canción cubana, el empaste más preciso de voces que ha nacido en la Isla en sus últimas décadas, un montón de canciones irrepetibles. Pero, sobre todas las cosas, son uno de los más evidentes ejemplos de lo que puede ser el arte cuando se escoge un camino de respeto a la tradición, de constante y consciente búsqueda en todas las corrientes, para metabolizarlo todo y entregar una propuesta única, lejos de cualquier zona de confort.
Eso son Gema y Pavel, en apretada síntesis. Pero además de su significación musical, las voces y canciones de Gema y Pavel forman parte de mi más íntima sinfonía, al punto de resultarme imposible precisar dónde empiezan los terrenos de mi memoria y estados de ánimo, y dónde la obra del dúo.
Por ello se me hace un tanto difícil escribir del concierto de Gema Corredera del 15 de julio, porque me declaro incapaz de reconocer los límites del sano juicio en lo que a su desempeño se refiere. Por eso pacto una tregua conmigo mismo y termino escribiendo para mi blog.
Ha pasado mucho, demasiado tiempo desde que Gema Corredera se presentara en un escenario en Cuba. Su regreso ha sido de a poco, como las marcas de las olas en la arena que van ganado terrero por plazos. Decisivo ha sido sin dudas el disco Feeling Marta, con composiciones de Marta Valdés, que a sus 82 años ha tenido la dicha de recibir sendos homenajes de la mano de dos de las más sugestivas intérpretes cubanas de la actualidad. En el trayecto que le dio forma a ese material, Gema compartió con una nueva y pujante generación de instrumentistas del patio, y tuvo una fugaz aparición en un concierto que protagonizara la propia Marta Valdés en el Centro Pablo, en octubre de 2013. Entre ires y venires, surgió una conspiración urdida por Marta y María Elena Vinueza,una trampa para que Gema retornara a su público fidelísimo, precisamente en el mismo lugar que la arropó por última vez, la Casa de las Américas.
Por supuesto que era predecible que la sala Ernesto Che Guevara iba a resultar insuficiente para acoger semejante concierto, y que el audio de Casa no iba a ser precisamente perfecto, pero a quién le importa eso cuando puede escuchar en vivo a Gema Corredera. Definitivamente no le importó a las cientos de personas que repletaron la sala, mucho más allá de su capacidad, que se burlaron de la lluvia (cosa no muy común en este país de azúcar) y se olvidaron del calor, hipnotizados como andaban con ese portento que Gema lleva por voz.
Acompañada por una banda de todos estrellas (Jorge Aragón –teclados y dirección–; Julio César González –bajo–; Yissy García –batería–; Yaroldy Abreu –percusión–; Michel Herrera –saxofón–), la noche de Gema –que corrió demasiado aprisa para mi gusto– fue un viaje por eso que desde afuera llamamos trayectoria artística pero que para ella es sencillamente la vida. Desde su desnuda entrada con Más allá de la música, esa especie de pensamiento fugaz hecho canción, hasta el sabroso cierre timbero de Esa lengua tuya, en el concierto tuvieron cabida las muchas etapas de Gema: la que es capaz de captar como nadie la sencillez de Marta Valdés, la que desmonta y hace suyo cualquier tema, la que aprende tanto de la lección callejera de los rumberos del barrio como del rigor académico sus muchos profesores, la que se funde en amalgama sorprendente con Pavel Urquiza, la que nos pone a marcar el paso a los patones de siempre con el desparpajo de Descemer Bueno…
Tras una hora de canciones, preparó la escena para un Yo quisiera parar de fumar que no creía posible a esa altura de la presentación, un alarde de técnica y virtuosismo vocal que sigue pasmando a sus oyentes sin importan las veces que hayan repasado el tema. Canciones mediante, Gema nos recordó lo que es por derecho propio, una de las más exquisitas voces cubanas, con tal dominio y cuidado de su repertorio que nos obliga a incluir su nombre en esa selecta lista de fulanos que responden al nombre de Bola de Nieve, Elena Burke o Miriam Ramos.
Si alguien ha entendido la canción cubana ha sido Gema Corredera, si alguien la ha exprimido y sacado lo más valioso, si alguien la ha puesto a dialogar con las corrientes contemporáneas de la música, ha sido Gema Corredera.
Con su concierto Gema reafirmó que es un magnífico pañuelo, uno de esos bordados que son el orgullo de generaciones de familias, que desde el más pequeño hasta el más adulto admira, pero que solo se desentraña cabalmente cuando se alcanza cierta edad, cuando se reciben ciertos golpes y se obtienen ciertos gozos.
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