Spinoza escribió que el amor es una alegría ligada a un objeto externo. Escogemos estar con personas que nos hacen sentir felices, realizados… Schopenhauer se burló de la definición y dijo que en el amor manda el hijo futuro. Escogemos a quien nos complementa, quien posee características físicas que anulan nuestros defectos. Un miope no busca a alguien más miope, sino a una pareja de ojos grandes y con buena visión. En el más puro estilo hegeliano, Ester Vilar hizo una síntesis de esas posiciones. En parejas buscamos la diferenciación física descrita por Schopenhauer y la afinidad intelectual y emocional de Spinoza, porque solo en personas afines pueden vivir nuestras más profundas ideas y sentimientos. Cuando eso pasa, sentimos una expansión del ser que identificamos como felicidad. Otra forma de explicar el asunto es mediante la distinción entre genes y memes de Richard Dawkins. El ser humano es un reservorio de genes y memes, entendidos estos últimos como nuestras ideas, sentimientos, inquietudes… Buscamos transmitir los genes a personas que nos complementen físicamente, que no sean clones que posean nuestras mismas debilidades, pero los memes están destinados a quienes compartan nuestros sentimientos e inquietudes. Las redes sociales son la mejor prueba de la manera en que requerimos transmitir emociones: un poema, un artículo, una fotografía, ya sea de un paisaje o un pastel. Queremos que nuestra inquietud vida en otros y para eso, ellos tienen que parecerse a nosotros. Hay un afán de inmortalidad subyacente, quizá no del cuerpo o del alma, pero sí de los genes y memes, que son egoístas y quieren perpetuarse. En la época medieval, muchas personas se dedicaban a la vida monástica. Hacían votos de castidad y, a veces, de silencio. Era una forma de alcanzar la inmortalidad personal mediante la retención de genes y memes (por supuesto, no se usaban esas palabras entonces). Pero retener es perecer, como dijo Khalil Gibran. Si el alma es inmortal, seguiremos existiendo aunque hayamos repartido nuestros genes y memes. Si no lo es, de nada nos valdrá reprimirnos.
Kierkegaard creyó que es imposible obtener una comunicación completa con otro ser humano, pero abrió las puertas de su existencialismo a la trascendencia, a Dios. En cambio, Sartre cerró todas las puertas de la comunicación. No hay Dios con quién comunicarse, pero el infierno son los otros, ante quienes no podemos ser auténticos porque su mirada nos induce al pudor, y nos clasifican mediante las anteojeras de los prejuicios. Si somos judíos, esperan que actuemos como tales. Por algo Sartre es tan pesado de leer, su innecesario pesimismo nos ahoga.