Entre el nacimiento de Dios y su muerte se desarrolla la historia del hombre.
La humanidad ensambla con la espesa animalidad que la precede y el acto humano se acompaña de un gesto animal que lo anticipa: himenópteros humillan nuestras ambiciosas burocracias, la astucia de un felino avergüenza estrategas, un gorila enjaulado resuelve problemas de mecánica práctica.
Pero el antropoide carnívoro, que se prepara a erguir un torso burdo sobre piernas combas, no abandona su arbórea morada porque catástrofes geológicas o rebeldías genéticas lo constriñen a un ingenioso vivir donde su humanidad despierta. La aparición del hombre supone la renitencia de un organismo a su recta actividad animal.
Una experiencia insólita arrancó vagos lemuroides al torpor placentero de la sumisión al instinto.
Si las causas que diversifican las grandes familias animales explicaran la aparición del hombre, la especie humana diferiría de otras especies como difieren éstas entre sí; pero el hombre patentiza contra la agresiva penumbra animal de su ser una diferencia irreductible. La presencia del hombre rompe la continuidad biológica. Escondidas escolleras tuercen el homogéneo flujo de la vida. La suma de las contestaciones animales al universo circundante se corona con una interrogación angustiada.
La evidente diferencia no es invención de nuestra vanidad, redactando en cuerpo autónomo una ciencia antropológica que sería mero capítulo postrero de un manual de zoología; la sola existencia de una zoología es la confirmación de su diferencia, y su prueba.
Pero lo que distingue al hombre no es el arma que talla o el fuego que enciende. El empleo astucioso de objetos materiales complica, sin alterar, viejos empeños animales. Entre los selacios, un priste o un torpedo anexan electricidad o mecánica a sus reflejos defensivos. Por lo demás, basta el protozoario más humilde para ilustrar cómo toda estructura orgánica es transitoria solución formal al problema que a sí misma se plantea la ávida tenacidad de la vida.
Sin duda la riqueza de sus circunvoluciones encefálicas facilitaba al hombre, con un más amplio repertorio de gestos, un más seguro dominio de su universo inmediato; pero ni la victoria de los grandes saurios secundarios, ni los monstruosos hormigueros de las selvas tropicales prefiguran los anhelos colmados de nuestro ser inconforme.
Aun cuando el hecho de que sus herramientas de dominio no sean meras excrecencias de su carne haya concedido al hombre la utilización de materias infinitas, el ejercicio de una inteligencia escuetamente ceñida a sus funciones primigenias no hubiera impetrado de una tierra indiferente una rxistencia menos mísera que la del ser que abrigaron las grutas de Tcheu-k'eu-tien. Aun el hombre robustamente adaptado a su ámbito ecológico sólo repetiría rutinas familiares a un paleontólogo bisoño. En las técnicas empíricas cristalizan gestos orgánicos.
La inteligencia prolonga potencias biológicas, y sólo traspasa la frontera del reino animal cuando presencias axiológicas desquilatan sus metas naturales y la someten a esa noble servidumbre donde la razón se engendra.
Los animales ingeniosos y triunfantes no son los auténticos precursores del hombre, sino los perros que aullan a las sombras.
El hombre aparece cuando al terror, que invade toda vida ante la incertidumbre o la amenaza, se sustituye el horror sagrado. Una inexplicable ruptura en la homogénea substancia de las cosas revela una presencia ajena al mundo y distinta de las presencias terrestres. El hombre es un animal posesor de una insólita evidencia.
Ni su organización física ni su constitución mental distinguen al hombre de sus genitores animales. Sus modificaciones estructurales, sus atributos inéditos, sus particularidades nuevas, no alteran sus características zoológicas, ni varían su pertenencia taxonómica. No lo aisla de la serie animal, para crearlo en su calidad de hombre, una mera acumulación de rasgos animales, en cuya totalización repentina emergiera su ordenación humana. Aquí no asistimos a la realización de una virtualidad inmanente y necesaria, ni contemplamos una conformación casual de comportamientos anteriores. Pero tampoco una ajena, extraña y heterogénea potencia se suma a las potencias animales. El aparato mental del hombre no difiere del aparato mental del hominida. El hombre es un animal que la percepción, misteriosamente concedida, de un nuevo objeto coloca en un universo bruscamente invadido por una presencia que lo agrieta.
En el silencio de los bosques, en el murmullo de una fuente, en la erguida soledad de un árbol, en la extravagancia de un peñasco, el hombre descubre la presencia de una interrogación que lo confunde.
Dios nace en el misterio de las cosas.
Esa percepción de lo sagrado, que despierta terror, veneración, amor, es el acto en que el alma se afirma.
El hombre aparece cuando Dios nace, en el momento en que nace, y porque Dios ha nacido.
El Dios que nace no es la deidad que una teología erudita elabora en la substancia de experiencias religiosas milenarias. Es un Dios personal e impersonal, inmediato y lejano, inmanente y transcendente; indistinto como el viento de las ramas. Es una presencia oscura y luminosa, terrible y favorable, amigable y hostil; satánica penumbra en que madura una espiga divina.
Una luminosidad extraña impregna la íntima substancia de las cosas. Las piedras sagradas señalan la carne sensual del mundo.
Detrás del universo inerte se revela su auténtica esencia de horror, de majestad, de esplendor y de peligro. En ese universo húmedo de un rocío sagrado que chorrea sobre las superficies, penetra en las llanuras y llena la concavidad de los objetos, urge asumir actitudes que organizan el comportamiento humano ante las nuevas evidencias.
Nada más equívoco, así, que imaginar al hombre afrontando solamente las amenazas del ámbito inmediato que lo encierra. La ambigüedad del universo le planteó más insólitos enigmas.
Si el hambre, el frío, o el golpe vertical de una zarpa lo despertaban de su natural inercia, no es tanto para multiplicar los productos de su caza o la ubertad de sus campos, ni tampoco para aplacar un cielo inclemente, ni aun para afianzar una solidaridad que lo defiende, que el hombre inventa ritos, templos, mitos, instituciones y éticas.
Más allá de ese mundo, cuya crueldad conoce y que su inteligencia lentamente subyuga, no se eleva la bóveda cerrada de una pura oquedad donde naufraga su ignorancia. El horizonte total de su acomodación biológica no es una vacuidad incógnita que su inteligencia, sometida a terrestres tareas, puebla con celestes faunas. Aquellas construcciones de su espíritu, que exceden sus evidencias materiales, no son las pálidas proyecciones de su interés o de su angustia sobre la muelle blancura de las nubes.
Detrás del esquemático universo que sus actos elaboran, interrogaciones más urgentes que las que inquietan su carne acechan sin compasión sus vigilias y sus sueños. El hombre ha descubierto un mundo que el gesto del labriego, del artesano, o del guerrero no somete; un mundo que no conquuista sino que lo conquista; un mundo a cuya interrogación solamente responde, si calla; y en el que impera quien se inclina y se postra.
En la naturaleza; en su alma misma; y en ese más allá que yace tanto en el más íntimo corazón de cada cosa, como en los más remotos confines de los más lejanos horizontes, el hombre desenmascara la impasible presencia de una realidad rebelde a su violencia y compasiva sólo a la paciencia de su espíritu.
El hombre nació allí, el hombre disímil del animal que lo engendra, el hombre víctima sacrificada a un destino más augusto.
La elaboración tenaz de su experiencia religiosa ha sido la empresa milenaria del hombre.
Tarea nunca concluída y aparentemente susceptible de infinitas soluciones, pero tarea que nos somete a implacables e impertérritas normas. Todas las altas afirmaciones del hombre convergen hacia un arcano centro.
Toda grandeza es secretamente fraternal.
La experiencia religiosa es la matriz de las constataciones axiológicas. En los duros y opacos bloques de evidencia que les entrega la experiencia religiosa, estética, ética y lógica labra sus afirmaciones perentorias.
A la luz de esas exigencias de su razón el hombre lentamente procede a la postrera creación del mundo. El recinto limitado que trazaban sus apetitos materiales se ensancha y se transforma en el universo que la verdad explica, el bien ordena y la belleza ilumina.
Verdad, que sólo cumple sus propósitos al realizar una coherencia interna que refleja la inmutabilidad divina. Toda proposición, toda ley, como todo gesto y todo paso, son fe en un atributo de Dios. Ni el principio de contradicción, ni el principio de causalidad, ni ese principio de uniformidad que más hondamente los soporta, pueden separarse de la raíz axiológica que los ata al terruño mismo de la divinidad. Todo empirismo científico es alboroto de ave que anhela volar en el vacío.
Bien, a que sólo obedecemos porque una irresistible exigencia nos subyuga. Bien que impera sobre la rebeldía de nuestro ser, y desprovisto de amenazas, carente de sanciones, inerme y soberano, erige en la intimidad de la conciencia una obligación absoluta que ordena sin promesas y exige sin premios. Bien que las necesidades de vivir no explican, porque entorpece la vida; y que la sociedad no construye, porque ninguna soledad nos exime de acatarlo.
Belleza, en fin, que es aparición momentánea de un objeto liberado de las servidumbres de nuestra propia vida y que, en el fugaz silencio de nuestro espíritu absorto en una contemplación desinteresada, revela su esencia autónoma, es decir su manera de existir en lo absoluto. Efímera experiencia que el arte inmoviliza, y levanta en simulacro de estela conmemoratoria del itinerario divino del hombre.
Que pueda Dios morir no es, luego, una vana amenaza. El hombre puede perder lo que habia recibido. Un hombre eterno en un mundo inmóvil garantizaría sólo la permanencia de Dios. Pero el hombre surgido de las lontananzas pliocenas puede sumergirse en el vasto océano animal. Sólo lo separa de la bestia tenebrosa la frágil evidencia que su orgullo olvida.
¿No vacila ya la estructura incomparable que erigió su paciencia atenta y sometida? Su espíritu sospecha un capricho irreductible en el corazón de las cosas e intenta velar su fracaso con un ademán que rechaza, como vanas, las certidumbres mismas que anhela.
Recorre con voracidad la tierra para amontonar en cámaras mortuorias los nobles despojos de sus sueños, e imagina fecundar su esterilidad con el vigor de estirpes sepultadas.
Desorbitado, en fin, perdido, ebrio, las empresas que inventa su soberbia culminan en sangrientas hecatombes; y si humillado inclina hacia la placidez de ocupaciones subalternas, una vida mezquina, baja y vil, lo sofoca en su tedio.
Las cicatrices de su industria sobre un suelo paciente insultan la belleza de la tierra, pero su necia temeridad se vanagloria de todo lo que hiere y mutila sus victorias inermes. Sus empresas coronadas lo hinchan con ventoso orgullo, y su incauta osadía cree haber asegurao la promesa de ascensos infinitos porque una lábil luz golpeó su frente. Confiado en hipotéticos derechos desdeña los viejos instrumentos de su triunfo; y avergonzado por la servidumbre en que germina la virilidad de su espíritu, cercena, como lazos que lo ataran, los secretos canales de su savia.
El hombre morirá, si Dios ha muerto, porque el hombre no es más que el opaco esplendor de su reflejo, no es más que su abyecta y noble semejanza.
Un animal astuto e ingenioso sucederá, tal vez, mañana al hombre. Cuando se derrumben sus yertos edificios, la bestia satisfecha se internará en la penumbra primitiva, donde sus pasos, confundidos con otros pasos silenciosos, huirán de nuevo ante el ruido de hambres milenarias.
Nicolás Gómez Dávila
LOS COMENTARIOS (1)
publicado el 05 febrero a las 16:05
Gracias por rescatar a Gómez Dávila; esperemos que en España poco a poco se vaya conociendo su original obra. Un saludo.