Si he de serles totalmente sincera para mí ni la nochebuena ni la navidad han sido nunca capaces de hacerle sombra a fin de año y los reyes. Ni de lejos. Sólo hace años, cuando todavía vivía mi abuela materna y celebrábamos el Olentzero en su casa, estos días tenían un encanto especial. Pero era mi abuela, la persona más increíble que he conocido nunca, no la navidad. Ella era capaz de impregnar las fiestas con la alegría de vivir de la que siempre hizo gala. Todavía recuerdo el día que me miró muy seria y me dijo “Tu abuelo estará en el cielo pero yo estoy en la gloria hija”. Por aquel entonces debía andar cerca de los ochenta.
Ella era así, capaz de sacarle astillas a un viaje del Imserso a Benidorm. En una escapada a un balneario se echó un enamorado que durante años estuvo enviándole cajas y cajas de pimientos, bonito y los espárragos más gordos que he visto en mi vida. Ella muy coqueta siempre negó este amorío platónico pero todos la veíamos escabullirse a hablar a escondidas por teléfono. Durante más años de los que puedo recordar en nochebuena nunca faltaron unos espárragos hermosísimos en la mesa.
Mi abuela era capaz de reírse hasta de su sombra y tenía la risa más contagiosa del mundo. Ya viuda celebró las que tendrían que haber sido sus bodas de oro por todo lo alto. Compartió la celebración con mi madrina que, separada desde hacía más de dos lustros, se apuntó al plan de mi abuela y celebró las bodas de plata de su matrimonio fallido. Allá que nos fuimos toda la familia a una celebración a la que no le faltó de nada. Ni la tarta de tres pisos. Y lo que nos reímos.
Con setenta y ocho fue la clienta número no sé cuántos de un herbolario y le tocó un viaje a Brasil y Argentina para una persona. Cualquier otra abuelita de redecilla y toquilla se hubiera quedado en casa. Mi abuela cogió el petate y se fue con un grupo de treintañeros a conocer mundo. Se lo pasó en grande y volvió cargada de recuerdos de las cataratas de Iguazú para todos. Por su ochenta cumpleaños nos invitó a todas las mujeres de la familia –tuvo tres hijas y sólo un nieto varón- a un viaje a París con escapada a Eurodisney incluida. Allí, por primera vez en su vida, se puso unos vaqueros para montarse en Space Mountain.
En navidad nos daba cinco mil pesetas a cada nieto. En un sobre. Cada año montaba un numerito para darnos los sobres como si nos estuviera haciendo entrega de un cheque en blanco. De uno en uno. Luego todos teníamos que celebrar el sobre como se merecía. Por bulerías. La ceremonia podía durar horas y solían saltársele las lágrimas de la risa entre carcajada y carcajada.
Mi abuela murió un veintiséis de diciembre hace diez años después de sufrir varios infartos cerebrales. Durante tres años su condición se fue deteriorando poco a poco. Aquellas navidades, como siempre, estábamos todos allí. Por las noches hacíamos turnos para quedarnos con ella. El veinticinco por la noche nos quedamos mi prima y yo. Cuando vimos claro que era cuestión de horas llamamos a los demás. Sus tres hijas, sus tres yernos y sus cinco nietos. Estábamos todos allí, alrededor de su cama, cuando respiró por última vez. No lo recuerdo como un mal momento. Fue triste. Pero también bonito. Recuerdo pensar que de todas las formas de morirse hacerlo rodeado de todos los que te quieren tenía que ser la mejor de todas.
Otra de las curiosidades de mi abuela es que nunca tuvo muy claro qué día había nacido. Celebrábamos su cumpleaños el seis o el siete de febrero según el año. La Tercera lleva su nombre, que es también el de mi madre. Hace poco mi madre encontró la partida de nacimiento de mi abuela y descubrimos que en realidad había nacido el ocho de febrero, igual que mi hija que lleva su nombre. No se me ocurre un ángel de la guarda mejor para mi niña.
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