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El tren que nos lleva de regreso es largo y corre rápido en la vía. Afuera está la oscuridad de la noche que nos acompaña. El pensamiento va rápido a los que aún faltan por ser liberados. Sin embargo, también corre hacia atrás, a recordar los sucedido en las últimas setenta y dos horas. Un recuerdo duro y difícil que desde ese momento no parará de renovarse; en memoria, dicen varios, de la muerte que nos tocó de cerca; en honor, dicen otros, de la justicia que se necesitará para enmendar (si es posible) la muerte por mano de la violencia de un día de protesta. O, simplemente, para evitar olvidar, pues el olvido, dicen algunos, es el enemigo de la humanidad. Y olvidar la muerte a manos de la policía italiana del joven Carlo Giuliani significaría dejar de ser lo que queremos ser: libres.
Es la noche entre 21 y 22 de julio de 2001. La hora no se sabe y, la verdad, poco importa. Estamos hacinados en el poco espacio de un tren que nos asignaron para que el grupo de manifestantes procedente del noreste italiano saliera de la ciudad de Génova tras tres días de magnas protestas por la reunión del Grupo de los 8 (G8). Somos las “Tute Bianche” convertidos en los desobedientes por esta protesta y, ahora, abrumados por tanta violencia vista en las calles del antiguo puerto sede de la reunión de los “poderosos del planeta”.
Pocos meses antes, la prensa mexicana nos había bautizado “los Monos Blancos” con un tono un tanto despectivo, pues nos habíamos atrevido a expresar nuestra solidaridad con la Marcha del Color de la Tierra y sus integrantes, protagonizada por los comandantes (y un sub) del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Y fue con esa experiencia y el sueño que se gestó en ella que más de diez mil manifestantes, en la mañana del 20 de julio, bajaban las calles de Génova rumbo a la alta barda que los organizadores del G8 habían levantado para “proteger” la reunión institucional.
No éramos los únicos, “ni los mejores” decíamos. En el resto de la ciudad, decenas de manifestaciones similares se repartían el territorio para poder protestar cada quien con su forma y consignas, pero todos en contra de una reunión que se consideraba (y se considera) sumamente ilegítima y antidemocrática. Y no era casual. Desde semanas antes del evento, las organizaciones sociales italianas (y muchas europeas) venían organizando la protesta.
Reunidos en Génova Social Forum, los distintos sectores de la sociedad civil italiana habían organizado tres días de protesta: el primer día, la protesta colorida y “tranquila” en favor de los derechos de ciudadanía; el segundo día, se iba a dar “el asalto” a la llamada zona roja, es decir la zona centro de la ciudad, cerrada a la ciudadanía por la presencia de los ocho jefes de Estado; y finalmente, el último día, la megamarcha conclusiva. Y aunque el primer día transcurrió como debía, el segundo día comenzó a concretarse el plan gubernamental: reprimir con fuerza y determinación para, quizás, dar una señal clara y tajante de la postura del nuevo gobierno de Silvio Berlusconi frente a la protesta.
La marcha de los desobedientes, que avanzaba lentamente desde el periférico Estadio Carlini (un estadio de futbol que hospedó a los manifestantes), fue alcanzada por la sorpresiva represión de los carabineros italianos unas cuantas cuadras antes de que terminara el recorrido ya autorizado por las autoridades. Con gases lacrimógenos y macanazos, los uniformados enfrentaron la primera línea de la marcha que iba protegida tras unos enormes escudos de plástico transparentes.
Recuerdo el primer embate de la policía contra los escudos que sosteníamos varios manifestantes. Primero fue el silencio, o quizás es sólo el recuerdo deformado. Luego unos golpes, secos, repetidos, todos iguales. ¿Qué es?, nos preguntábamos. A los pocos segundo, el gas comenzó a subir por abajo del plástico que nos protegía. Las máscaras que llevábamos perdieron rápidamente su función. El calor y la respiración acelerada no ayudaron: la sensación de sofocación llegó tan rápida como los golpes y patadas de los primeros policías en la débil defensa que les oponíamos. El resultado fue inevitable: los escudos volaron en pedazos o cayeron al suelo; hubo que quitarse las máscaras para dar paso al aire, aunque llegara el gas en su lugar; los cuerpos fueron presa inmediata tanto del pánico como de la violencia de la policía. Fueron momentos de miedo y de sorpresa.
La batalla duró muchas horas y se caracterizó no sólo por la determinación de los manifestantes, sino sobre todo por la desorganizada actuación de las fuerzas uniformadas llamadas a mantener el orden durante los días de la cumbre. Dicha desorganización se debió a la falta de preparación de muchos de los agentes de policía que llegaron a Génova pocos días antes de las protestas y no conocían la ciudad, pero también a la falta de coordinación entre los distintos cuerpos policíacos presentes, policía de Estado y carabineros; además, y sobre todo, por las ordenes dictadas en esos dramáticos días.
Mientras en el cuartel general de los carabineros, organizado en las instalaciones del puerto de Génova, el hoy presidente de la Cámara de Diputados y entonces viceprimer ministro, Gianfranco Fini, daba órdenes brincándose toda cadena de mando establecida, el entonces ministro del Interior, Claudio Scajola, según sus declaraciones posteriores, ordenaba a las fuerzas del orden “utilizar las armas” en caso de que los manifestantes penetraran la zona roja; mientras estos personajes operaban detrás del escenario, digo, en las calles de Génova la batalla se encendía aún más. Son decenas los episodios y las anécdotas que valdría la pena contar, relatar, recordar y explicar. Porque la violencia tomada como hecho aislado genera repudio a las gran mayoría; pero la violencia sistemática y orquestada por los gobiernos aparentemente democráticos sólo debe producir indignación y anhelo de justicia.
Es en uno de estos episodios que sucede lo irreparable, es decir, se asoma la muerte entre los manifestantes.
Cerca de unos setenta carabineros, escoltados por dos camionetas, ocuparon la Plaza Alimonda, a unos cien metros de vía Tolemaide, donde fue atacada la marcha de los desobedientes y en donde seguían los enfrentamientos. Una vez dueños de la plaza, el mando local de los carabineros decidió atacar a los manifestantes por uno de sus flancos. Acorralados, los cientos de manifestantes que vieron repentinamente cerrada su única vía de fuga contraatacaron a las fuerzas del orden. A los pocos minutos del choque inicial, los carabineros se vieron superados en número y decidieron retirarse.
Los mismos carabineros admitirán más tarde, en entrevistas frente a los jueces que investigaron los llamados “hechos de Génova”, que ese ataque fue totalmente inútil y mal organizado; que el retiro fue también realizado de manera desordenada y que, sobre todo, las dos camionetas que los acompañaban no tenían por qué estar ahí. Pero así sucedieron las cosas, y en su retirada sin rumbo una camioneta blindada se paró durante unos segundos. Poco tiempo, pero suficiente para que decenas de manifestantes la alcanzaran, la rodearan y comenzaran a golpearla con los instrumentos disponibles: palos, algunas piedras, las manos, en medio de insultos y gritos.
En las imágenes tanto fotográfica como de video se observa claramente la ventanilla posterior de la camioneta: una ventanilla rota, los pies de un carabinero (quizás echado al piso), muchas sombras y una mano tendida hacia atrás. En ella una pistola. En particular en el video se ve cómo un joven, de pantalón negro y camiseta blanca sin mangas y un pasamontañas que le cubre el rostro, rodea la camioneta. Desaparece un momento de la vista y luego se escuchan claramente dos disparos. Un grito: “Noooo... puta madre!” Es el camarógrafo que logra mantener la cámara apuntada pero no puede contener la desesperación por lo que acaba de suceder. El joven de playera blanca yace en el suelo, un extinguidor rojo a su lado (que él había tratado de lanzar en contra de la camioneta), los manifestantes inmóviles por unos segundos.
El horror en pocos segundos. Con diecinueve años de vida, ese joven era Carlo Giuliani, asesinado por un disparo que le perforó el pómulo izquierdo y lo mató en pocos minutos. O quizás se podía salvar, no se sabe, pues la camioneta aprovechó ese instante de sorpresa para echar marcha hacia atrás, pasar por encima del cuerpo de Carlo dos veces (de reversa y ya en su huida) y alejarse definitivamente. Pocos minutos después, la policía, ubicada a pocas decenas de metros de ahí, intervino (ahora sí) y rodeó al cuerpo tendido. Testigos (los paramédicos que arribaron varios minutos después de los uniformados) afirman que Carlo aún respiraba cuando llegaron.
Esa tarde el muerto era un manifestante español, se dijo. Sólo en la noche se supo que era Carlo, joven de Génova, activista que ese día se unió a la marcha de protesta porque sentía –él también– que Génova había sido ocupada por el ejército de un gobierno de facto e ilegítimo del mundo, el G8. Durante pocas horas inclusive circuló la versión según la cual los poderosos suspendían la cumbre por la gravedad de los hechos. Nada de eso en realidad. La cumbre continuó y la represión también.
Al día siguiente, 300 mil personas se manifestaron. Y también fueron atacadas sin razón alguna por las fuerzas del orden. En la noche, una pesquisa en la sede del centro de medios del Génova Social Forum –hospedado en la Escuela a. Díaz– devino en otro acto represivo: más de ochenta heridos de gravedad fue el resultado de lo que algunos funcionarios de policía definieron como “la carnicería mexicana”. En los días siguientes, cientos de detenidos durante las manifestaciones denunciaron la tortura y las vejaciones de las que fueron objeto en la cárcel de Bolzaneto.
Por todo lo anterior hubo varios procesos. El 19 de mayo pasado, los tribunales italianos condenaron –en segundo grado, falta la última apelación posible– a cuatro años de detención a algunos funcionarios de la policía por exceso de violencia, por tortura, por “siembra” de pruebas en contra de los imputados, por falsas declaraciones. Entre ellos el actual jefe de la Policía Nacional Anticrimen, Francesco Gratteri; el jefe del Centro de Estudios de los Servicios Secretos, Giovanni Luperi; el jefe de la Central Operativa de la Policía Nacional, Gilberto Caldarozzi. Y quien admite haber disparado en contra de Carlo Giuliani, el carabinero Mario Placanica, fue absuelto por haber actuado en legítima defensa. Pero que nadie tiemble en su asiento. El 20 de mayo, el actual ministro del Interior, Roberto Maroni, se apresuraba a declarar: “Tenemos plena confianza en los funcionarios [condenados] y no pediremos sus dimisiones.” Dicha confianza fue renovada inclusive cuando el ex jefe nacional de la policía italiana, Gianni de Gennaro, fuera condenado el 17 de junio pasado a un año de cárcel por haber instigado el falso testimonio de un subordinado. No hay justicia, parece. Los ejecutores son condenados pero siguen en sus puestos, amparados por los autores políticos de la tragedia.