Revista América Latina

Gente

Publicado el 29 julio 2013 por Darioalex

Mi gente

Sin lunas sin soles,

gente,

Sin jardín ni flores

Gente,

Que en su pecho hiela,

Gente que con alas no vuela

X Alfonso.

 

En menos de tres días a mis vecinos les declararon el domicilio inhabitable, les recomendaron la salida y les derrumbaron lo que quedaba de apartamentos.

 Hoy, sin mejor recurso, “ocupan indignados” el taller de los bajos  del edificio pues no tienen a donde ir, además del albergue.

 El funcionario público,  que juzgará malintencionado mi inicio de comentario, dirá que todo se esto se hace con la inobjetable razón de salvar sus vidas, pues las lluvias de estos días dejaron bien claro que una tragedia peor pudiese haber ocurrido si la familia se quedaba bajo aquellos techos centenarios.

Pero si tuvo un fin humanitario y justo todo este aparataje,  también es triste, realmente, observar cómo algunos destruyen, sin compasión, sin respeto hacia los antiguos inquilinos, las paredes del cuarto en el que durmieron durante treinta años o los balcones donde pasaron horas mirando a la gente, “llevándose los pases”, práctica habitual en los barrios libres de la Habana Vieja desde hace décadas.

Si desea usted observar poesía social auténtica, mire el rostro de una mujer con una niña en brazos que se ha quedado sin techo, mientras los miembros de la un brigada destructora le derrumba la casa a martillazos.

Esta mujer, que además es bisexual y no lo esconde  -pero, como toda persona honesta para con su condición,  es rechazada por su padre y buena parte de la sociedad por una sola de las variantes de su orientación sexual, la homo- mira a lo alto y no puede ocultar una lágrima que espanta rápida como a las moscas, pues está permitido ser de todo en la Habana Vieja menos débil y tonto.

Hace algunos años ya, habían dividido la casa, como solo pueden hacer los mejores habanaviejeros, y cada cual a lo suyo;  la mujer a vivir su vida y criar su niña y el padre a trabajar y a tomar el ron que hace cada día más llevadero.

Ahora, sin más, con sábanas que intentan construir intimidad dentro de un taller, tendrán que tolerarse uno al otro, pues la desgracia y no la familia los ha unido de nuevo.

El espectador ignorante, y por tanto superficial, podría preguntarse por qué no van hacia un albergue, donde estarán mejor servidos, la salida más decorosa que brinda este país para la gente sin amparo domiciliario.

Se debería responder que la Habana Vieja tiene secretas prácticas de la supervivencia, arraigadas tan profundamente en sus habitantes, que si los sacan de allí, esta perdería su magia, y ellos lo perderían todo.

Esa es la respuesta a por  qué la mayoría de la gente no trabaja para el Estado y prefiere vender cigarros en las esquinas, por qué la niñas con solo once o doce años ya están “en el fuego” de la prostitución y los “consortes” del barrio esperan ansiosos para “pincharse” la boca, jurarse en el plante y empezar a “luchar” a pesar de tanta educación.

Irse de aquí, para esta mujer y su padre, no es una solución, ni siquiera les pasa por sus mentes, ahora mismo pudiera usted apostar que lo único en que piensan todos, a pesar de sus calamidades, es: ¿Qué invento yo hoy?

Sin embargo, no se equivoque, esta gente es más feliz que la mayoría de los burguesones y princesitas del Vedado de estos tiempos; en los solares se comparte el ron, la comida y hasta el orgasmo, se juega bolita, dominó y puzzle y la sonrisa y el cabo se te brinda si no estás mare´o y aprendes el lenguaje de la supervivencia.

Se podría decir,  sin temor a  equivocarse, que mis vecinos, pese a sus grandes penurias materiales, son, quizás sin saberlo, mucho más honrados que unas cuantas familias de Kholy y Miramar.  

En esas pequeñas grandes cosas reside la magia de la Habana Vieja y de la gente, esa gente, pobre gente, como dicen en algunas ocasiones los falsificadores de sangre azul.

Y hay que reírse, porque si hay algo seguro en esta vida y de lo que siempre podrá ufanarse la gente marginal, es de la poca hipocresía de sus semejantes, de los pequeños placeres de la vida y de su única perdición, que es al mismo tiempo, su gran dicha: el oficio eterno de soñar. Esa es mi gente.


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