Hora punta en el metro. La gente sencilla sale de sus trabajos. Una señora viaja sentada en un asiento de los plegables y habla sola, ofreciendo pequeñas partes de su vida a las barbillas de los pasajeros que, aburridas, apuntan a las iluminadas pantallas de sus smartphones. “Menudo día llevo hoy, toda la tarde de un lado para otro. He tenido que dejar el ordenador en una tienda y luego he ido a comprar vainas a la otra punta de la ciudad”. Una chica sonríe ante un mensaje entrante. Un tipo trajeado repasa las cuatro noticias de última hora en un diario online. Un preadolescente sacrifica sus tímpanos al reguetón. Rutinas de la gente sencilla. “Las vainas son para mi hija que desde que se ha independizado no se alimenta bien y mañana viene a comer. Lo del ordenador es porque me gusta mucho jugar y lo rompo. Soy un desastre. ¡Ay, menudo día!”. Llevo observándola desde que he subido al vagón, tratando de averiguar, camuflado entre la multitud absorta, si en realidad se dirige a la mujer que tiene justo a su lado o, si por el contrario, es un monólogo rubricado por la soledad. Antes de llegar a mi destino compruebo que se trata de lo segundo. La gente sencilla está sola, y a la vez, harta de tratar con extraños.
Me bajo en el centro y soy regurgitado junto a decenas de personas que acarrean bolsas, niños y preocupaciones sencillas. Ha comenzado a llover y la gente camina dibujando una expresión de esfuerzo y encogiendo los hombros como si dijeran continuamente: “bah, qué más da”. Llevo una bolsa de cartón con siete resplandecientes copias de mi novela que pesan como una semana de gripe. Se han agotado los ejemplares que suelo dejar en el bar y los tengo que reponer. Me coloco la bolsa debajo del sobaco para proteger mis ideas de la lluvia. A veces pienso que las cosas suceden porque las observo. Un perro se sacude el lomo con elegancia, los manteros aguantan bajo los árboles y los que venden paraguas sonríen a las madres que se detienen para atar el chubasquero a sus hijos. Nadie salta sobre los charcos.
Llego al bar; está abierto pero sin Aitziber tras la barra. Dejo la bolsa de cartón encima de la máquina de tabaco. Me sirvo una caña desde la zona de clientes y dejo unas monedas sobre la barra. Salgo fuera a liarme un cigarro. El sonido de las gotas de lluvia sobre el toldo quiere decirme algo, y escucho atento mientras doy un largo trago a la cerveza. Nati, la joyera que comparte acera con el bar, sale con un gintonic en la mano; es una mujer sencilla a la que le gusta beber. “¡Qué ganas tengo de que llegue menos cuarto!”, me dice, apurando el vaso desde la puerta de su establecimiento. “Ha ido a por hielos”, añade, haciendo tintinear los de su copa. Reímos.
El tráfico se vuelve cauto y perezoso; el espacio bajo las repisas, solicitado. Contemplo la bolsa de cartón con mis libros dentro, a salvo de la humedad, y pienso que me gustaría escribir algo tan importante como la lluvia. Algo mundano y pasajero pero que a la vez, cale hondo en alma de la gente sencilla.
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