Foto: J. Velasco
El río siempre ha sido metáfora del discurrir incesante del tiempo, de la vida, de nosotros. Como herida líquida que rasga la tierra, parece una corriente inmutable pero sus aguas nunca son las mismas, jamás nos bañamos en las mismas aguas. Se asemeja a las personas: una identidad que va mutando con la edad, los conocimientos y las experiencias, cincelándose con los golpes que recibe de fuera y desde dentro. Un río es camino que nos conduce al exterior, al mundo, o nos atrinchera en nuestra ignorancia y temores. Es fuente que calma la sed y sacia la curiosidad del viajero, hace frontera de las ambiciones o sirve de pórtico a lo desconocido, a las utopías y las esperanzas. Siempre se presenta como un reto, un desafío que sólo se supera con audacia y malicia, con esas geometrías que diseña la razón y la inteligencia en forma de puentes que salvan distancias y nos acercan a lo inasequible, a lo imposible y prohibido. El río es metáfora del discurrir del hombre y de su capacidad racional para encauzar su propio devenir. Como este puente sobre el Guadalquivir, una geometría que domeña el albedrío de la lámina líquida en su paso eterno por Sevilla.