QUIÉN SOY Y QUÉ PIENSO
Por George Bernard Shaw
Este catecismo apareció en una revista de corta vida, llamada El Amigo Sincero, en dos números, el 11 y el 18 de mayo de 1901. Figura como un capítulo de los Dieciséis esbozos de mí mismo.
Me pide usted que le diga algo acerca de mis padres y de la influencia que éstos han tenido en mi vida. Es imposible proporcionarle una visión a lo Rougon Macquart de mí mismo, en menos de veinte volúmenes. Permítame que le cuente algo acerca de mi padre. Cuando yo era niño me dio mi primer chapuzón en la bahía de Killiney. Precedió el acto de una exhortación sumamente seria en cuanto a la importancia de aprender a nadar, que culminó con estas palabras: "Cuando yo tenía apenas catorce años mi conocimiento de la natación me permitió salvar la vida de tu tío Robert." Luego, viendo que yo estaba profundamente impresionado, se inclinó y me dijo al oído con tono confidencial: "Y, para decirte la verdad, nunca en mi vida lamenté nada tanto como eso." Y, a renglón seguido, se zambulló en el océano, gozó de una sesión sumamente refrescante de natación y rió durante todo el camino de regreso. Nunca he tratado conscientemente de conseguir un anticlímax; ellos se dan naturalmente en mis escritos. Pero no cabe duda de que existe alguna relación entre la risa de mi padre y el placer producido en el teatro por mis métodos de autor de comedias.
¿Cuándo sintió por primera vez inclinaciones a escribir?
Nunca sentí inclinaciones a escribir, como nunca me sentí inclinado a respirar. Jamás se me ocurrió que mi sentido literario fuese excepcional. Alababa, en cambio, a todos los que lo poseían, porque, para el hombre que la posee, no existe nada de milagroso en una facultad natural. En arte, el aficionado, el coleccionista, el entusiasta son los que carecen de la facultad de producirlo. El veneciano quiere ser soldado de caballería, el gaucho querría ser marinero, el pez quiere volar y el pájaro nadar. Yo nunca quise escribir. Ahora conozco, naturalmente, lo raro de la facultad literaria, pero ni aun así la deseo. No se puede desear una cosa y tenerla al mismo tiempo.
¿Qué forma asumió al principio su obra literaria?
Recuerdo que cuando era un muchacho elaboré un cuento corto y lo envié a cierto periódico juvenil. Trataba de un hombre con una escopeta, que atacaba a otro hombre en el Valle de las Tierras Bajas. La escopeta era mi centro de interés. Mi correspondencia con Edward McNulty anuló mi incipiente energía literaria. Llevé otra larga correspondencia, esta vez con una dama inglesa (Elinor Huddart), cuyas novelas férvidamente imaginativas la habrían hecho conocida si yo hubiera podido convencerla de que hiciera público su nombre, o al menos de que retuviera su seudónimo literario en lugar de cambiarlo en cada libro. Mis primeras obras fueron, virtualmente, las cinco novelas que escribí de 1879 a 1883 y que nadie quiso publicar. Comencé una obra profana sobre la Pasión, en la que la madre del protagonista era una arpía, pero no logré terminarla. Afortunadamente para mí siempre fui un fracasado para las cosas superficiales. Mis tentativas de hacer Arte por el Arte mismo no tuvieron ningún éxito. Era como querer clavar clavos a martillazos en hojas de papel de escribir. Pregunta usted cuándo comencé a interesarme por las cuestiones políticas y en qué forma afectaron éstas mi trabajo. Bien, ya sabe que a principios de la década del 1880 escuché una conferencia de Henry George y que ella me abrió los ojos en cuanto a la importancia de la economía. Leí a Marx. Pues el verdadero secreto de la fascinación de Marx es el atractivo que ofrece a una pasión innominada y no reconocida: el odio que las 'personas más generosas del sector respetable y educado sienten hacia las instituciones de la clase media que las hambrearon, frustraron, mal encaminaron y corrompieron desde la cuna. "El Capital" de Marx no es un tratado sobre el socialismo; es una jeremiada contra la burguesía, respaldada por una masa de pruebas oficiales y un implacable talento judío para la acusación. Fue dirigido a las masas obreras. Pero los obreros respetan a la burguesía y quieren ser burgueses. Fueron los hijos rebeldes de la propia burguesía, Lassalle, Marx, Liebknecht, Morris, Hyndman (agréguese a Lenin, Trotsky y Stalin), todos ellos burgueses, como yo, quienes dieron su color rojo a la bandera. Bakunin y Kropotkin, pertenecientes a la nobleza y a la casta militar, fueron nuestra extrema izquierda anarquista. Las clases de los segundones profesionales y empobrecidos constituyen el elemento revolucionario de la sociedad, como bien lo sabía Disraeli, el tory demócrata. Marx me hizo socialista y me salvó de convertirme en un literato.
¿Cuál fue su primer éxito verdadero? Dígame qué sintió en esa oportunidad. ¿Alguna vez desesperó de poder triunfar?
Nunca tuve éxito alguno. En ese sentido, el éxito es una cosa que le asalta a uno y le quita la respiración, como asaltó a Byron, a Dickens y a Kipling. Lo que me asaltó a mí fue un repetido fracaso. Cuando las derrotas fueron disminuyendo yo estaba demasiado enterado como para asignar gran importancia al éxito o a los fracasos. La pobreza, ¿es un obstáculo en el camino del éxito u obra como incentivo para lograrlo?
La pobreza y la falta de comodidad, comodidad que sólo el socialismo puede dar, esterilizan desastrosamente a ese pequeño porcentaje de la población que ha sido dotado por la naturaleza de la capacidad de pensar y dirigir, sin el cual el socialismo es imposible. Pero si usted se refiere a la pobreza vergonzante, entonces lo único que puedo decirle es que nuestro sistema social está tan irreflexivamente organizado que resulta imposible saber cuál es el mayor obstáculo para un escritor: si el dinero o la falta de él. No podría comprometerme a volver a escribir The Pilgrim's Progress y Fors Clavígera como si Ruskin hubiera sido un hojalatero y Bunyan un caballero de recursos independientes. Pero si bien no estoy seguro de que la falta de dinero estropee a un hombre pobre más de lo que su posesión estropea a un rico, estoy completamente cierto de que la clase que tiene las pretensiones, los prejuicios y las costumbres de los ricos sin su dinero, y la pobreza de los pobres sin la franqueza necesaria para confesarla -la clase que no concurre al teatro porque no puede pagarse una butaca y se avergüenza de ser vista en cazuela-, es la que está en peor situación de todas. Estar en la cuesta abajo, desde el cenit de la haute bourgeoisie y la clase media terrateniente hasta el nadir en que el biznieto de los segundones abandona la lucha por guardar las apariencias, en la imposibilidad de hacer que trescientas libras esterlinas anuales parezcan ochocientas en Irlanda y Escocia, o que quinientas parezcan cinco mil en Londres; no ser educado en la escuela proletaria ni en la politécnica, sino en alguna barata academia privada, elegida al azar, para los hijos de los caballeros; excluir a los pobres de la lista de personas visitables y descubrir después que el resto del mundo lo excluye a uno, todo eso es la pobreza en su aspecto más detestable. Y, sin embargo, buena parte de nuestra literatura y periodismo ha surgido de ella. Piénsese en la humillación de Dickens niño en el almacén de betún y en su constante resentimiento por el hecho de que su madre quiso mantenerle allí. Piénsese en Trollope estudiando en una escuela para las clases superiores, con agujeros en los pantalones porque su padre no se resignaba a desprenderse de un criado. ¡Puf! Importa poco que uno sea un vagabundo o un millonario; lo que sí importa es ser pariente pobre de un rico, y eso es lo peor. El comunismo fue mi salvación. Aunque carecía casi de dinero, tenía una magnífica biblioteca en Bloomsbury, una inapreciable galería de cuadros en la plaza Trafalgar y otra en Hampton Court, sin sirvientes a los que cuidar ni alquileres que pagar. Y la naturaleza me había concedido el cerebro necesario para usarlas. En cuanto a la música profesional, más tarde se me llegó a pagar para que me saturara de la mejor que podía encontrarse desde Londres hasta Bayreuth. ¿Amigos? Mi lista de visitas ha sido siempre de un valor incalculable. Después de todo, ¿qué podía haber comprado con dinero más que suficiente para alimentos, vestidos y alojamiento? ¿Cigarros? No fumo. ¿Champagne? No bebo. ¿Treinta juegos de trajes elegantes? La gente a la que deseo evitar me habría invitado a cenar si hubiese permitido que me convenciesen de que usara esas cosas. Ahora ya puedo permitirme todo eso, pero no compro nada que no comprara antes. Además, tengo imaginación. Desde que poseo memoria no he tenido más que cerrar los ojos para hacer lo que quería. ¿Qué son esos lujos- de relumbrón de la calle Bond para mí, George Bernard Sardanápalo? Agoté los ensueños diurnos románticos antes de llegar a los diez años de edad. Los novelistas populares escriben ahora los cuentos que yo me contaba a mí mismo (y a veces a otros) antes de cambiar mi primera dentadura. Algún día trataré de descubrir una genuina psicología de la novela escribiendo la historia de mi vida imaginada: duelos, batallas, lances amorosos con reinas y todo. La dificultad reside en que gran parte de ello es demasiado crudamente erótico como para poder ser escrito por un escritor que tenga alguna delicadeza. (Cuando escribía esto, en 1901, no creía que un autor tan completamente carente de delicadeza como Sigmund Freud pudiera, no sólo aparecer en figura humana, sino, además, hacerse tan famoso, e incluso instructivo, gracias a su defecto, como podría lograrlo un ciego que escribiera sobre pintura. Y no supuse tampoco que llegara a levantar la excomunión a los graves tratados sobre el sexo, de Havelock Ellis.)
¿Qué opina del periodismo como profesión?
El periodismo diario, como que está más allá de las fuerzas y la resistencia mortal, adiestra a los literatos para que hagan una frangolla de su trabajo. Por lo menos un artículo semanal es posible. Yo hice uno durante diez años, preocupándome todo lo que me era posible por llegar al fondo de cada una de las frases que escribía. Hay una indescriptible ligereza -no trivialidad, nótese bien, sino ligereza o levedad-, algo del reino de los duendes, en las conclusiones del escritor que quiere encarar la tarea de bucear para ellas. Las verdades a medias son congruas, pesadas, serias, sugerentes de un filósofo de edad madura o avanzada. Las conclusiones plenamente razonadas son a menudo lo primero que aparece en el cerebro de un tonto o un niño. Y resulta no sólo sorprendente, sino divertido, cuando el razonador se abre paso por la fuerza para llegar a ellas, a través de las varias capas de sus propias falsedades. Diez años de esa tarea representaron un aprendizaje que me convirtió en maestro en mi profesión. Pero no era periodismo cotidiano. Yo no habría podido alcanzar la calidad que alcancé si hubiera querido hacer algo más que un articulo semanal. Y ni siquiera habría podido hacer eso si durante el resto de la semana no me hubiese hundido hasta el cuello en otras actividades, adquirido otras eficiencias y atiborrádome al mismo tiempo de vida y de experiencia. Mis entradas de periodista comenzaron en 1885 con ciento diecisiete libras, cero chelines, tres peniques. Y terminó con unas quinientas libras, habiendo yo llegado ya en esa época a la edad en que descubrimos que el periodismo es una gran ayuda para un joven y no la subsistencia de un anciano. Por lo tanto -saco en conclusión-, incluso el periodismo semanal es sobrehumano, excepto para los jóvenes. Los de más edad deben hacer un periodismo frangollón y los jóvenes deben vivir sencilla y frugalmente si quieren llevar su autoridad al plano en que se les permite decir lo que piensan. Es claro, no hacen nada de eso. Si lo hicieran, el periodismo les adiestraría en literatura como ninguna otra cosa puede lograrlo. Les adiestraría, pero no lo hace. En cambio, les arruina. Si uno quiere plantear un problema, un periodista práctico puede hacerlo, con un aire que se parece lo más posible al ofrecimiento de una solución. Pero jamás la ofrece. No tiene tiempo para ello. Y no le pagarían mejor por las soluciones, aunque lo tuviera. De modo que esboza el planteo y esquiva la solución.
¿Fue siempre usted vegetariano? ¿Cómo se convirtió al vegetarianismo?
No. Fui caníbal durante veinticinco años. El resto de mi vida he sido vegetariano. Fue Shelley quien por primera vez me abrió los ojos al hecho de lo salvaje de mi dieta. Pero sólo en 1880, aproximadamente, el cambio de régimen alimenticio me fue facilitado por el establecimiento de restaurantes vegetarianos en Londres. Mi vegetarianismo produce un extraño efecto en mis críticos. Uno lee un artículo que pretende ser un análisis de mi último libro y descubre que lo que el crítico realmente hace es defender su vida privada contra la mía, y que lo que se lee es la apologia pro sua vita de un hombre profundamente ofendido. El crítico trata de llevar a cabo su habitual e imponente trabajo de pluma, pero le ahoga la sangre del Establo Abastecedor Deptford y los espantosos bosques de esqueletos del mercado Farringdon se yerguen ante él. Toda esta mauvaise honte es el remordimiento del carnívoro en presencia de un hombre que es la prueba viviente de que ninguna carne es indispensable para triunfar en la vida y la literatura. Todas mis otras manías les son familiares y a menudo las comparten. Pero esta es una cuestión de culpabilidad por derramamiento de sangre y das Blut ist ein ganz besondrer Saft [la sangre es un zumo completamente especial.]
La vida matrimonial, ¿ha producido alguna diferencia en sus puntos de vista?
¿A qué llama usted vida matrimonial? La verdadera vida de matrimonio es la del joven y la doncella que arrancan una flor y hacen caer un alud sobre sus hombros. Treinta años de trabajos de Atlas y luego descanso de pater y materfamilias. ¿Qué puede decirle del matrimonio la gente sin hijos, con rentas independientes, casada a los cuarenta años como yo? No sé nada de él, como no sea desde el ángulo de enfoque del espectador.
¿Cuál es su honrada opinión acerca de G. B. S.?
Oh, es uno de los más exitosos de mis inventos literarios, pero creo que ya se está haciendo un poco aburridor. G. B. S. sólo deja de aburrirme cuando dice algo que es preciso decir y que únicamente puede ser dicho en el estilo de G. B. S. G. B. S. es una patraña.
¿Cómo define usted el humorismo?
Como cualquier cosa que haga reír. Pero el mejor humorismo es el que arranca una lágrima junto con la carcajada.
Dígame una palabra en punto al significado de la comedia, según usted.
Esta irreflexiva exigencia de un significado es lo que produce la comedia. Me pide que se lo dé en una palabra, aunque todavía nos falta más de un millón de años para ver al mundo tal como es. Intelectualmente seguimos siendo niños de teta. Quizá será por eso que la expresión facial de un bebé sugiere tan intensamente la del filósofo profesional. Toda su energía mental es absorbida por su lucha por adquirir conciencia física. Se encuentra en la etapa de aprender a interpretar las sensaciones de sus ojos, oídos, narices, lengua y yemas de los dedos. Se muestra ridículamente encantado con un juguete tonto y absurdamente aterrorizado por un espantajo inofensivo. Bien, nosotros somos todavía tan niños en el mundo del pensamiento como lo éramos a los dos años de edad en el mundo de los sentidos. Los hombres no son para nosotros verdaderos hombres; son héroes y villanos, personas respetables y criminales. Sus cualidades son virtudes y vicios; las leyes naturales que les gobiernan, dioses y demonios; sus destinos, recompensas y expiaciones; sus razonamientos, una fórmula de causa y efecto en la que generalmente los términos están trastrocados. Vienen a mí con el cerebro lleno de estas ficciones que ellos llaman, nada menos, "el mundo", y me preguntan cuál es el significado de ellas, como si yo o cualquier otra persona fuéramos Dios Omnisciente y pudiéramos decírselo. Sumamente gracioso, ¿eh? Pero cuando condenan al ostracismo, castigan, asesinan y hacen la guerra para imponer por la fuerza sus grotescas religiones y repugnantes códigos penales, entonces la comedia se convierte en tragedia. El Ejército, la Armada, el Foro, los teatros, las galerías pictóricas, las bibliotecas y los sindicatos obreros son obligados a apuntalar sus alucinaciones favoritas. Ya basta de esto. Usted espera que parlotee de lo Absoluto, de la Realidad de la Causa Primera, que conteste el Por Qué universal. Cuando veo todas esas palabras en letras de molde, el libro va al cesto de los papeles. Buenos días. Londres. 1901.