Se adornaba con artistas y escritores. Vivió por personas interpuestas, siempre famosas, y quedó como el espejo ineludible donde siguió reflejado para siempre el esplendor bohemio de los tiempos felices de aquel París en el que todo estaba permitido.
Gertrude Stein (1906), de Pablo Picasso (Metropolitan Museum de Nueva York).
Gertrude Stein y su hermana eran todavía unas niñas cuando iban en un tren desde Pensilvania a California y durante el trayecto se asomaron a la ventanilla. En ese momento sucedió un percance y su padre pulsó repetidamente el timbre de la alarma hasta lograr que el convoy se detuviera. Los pasajeros creyeron que había pasado algo muy grave. Todo lo que había sucedido era que a una de sus hijas se le había volado el sombrero. El hombre se apeó y después de caminar media milla lo encontró en un campo de girasoles. La niña recuperó el sombrero, se lo encasquetó en la cabeza y resuelto el problema el tren reemprendió la marcha. Sucesos como éste hicieron que la autoestima de Gertrude Stein tuviera una base muy sólida desde su más tierna niñez.
Habría que preguntarse si uno escribiría ahora sobre la vida de esta mujer si no la hubiera inmortalizado Picasso en un retrato famoso con la mandíbula afilada, precubista, que distaba mucho de parecerse a la realidad, porque Gertrude Stein era entonces una joven de cuerpo macizo, de rostro ancho y de mejillas redondas. “No me parezco en nada”, exclamó la modelo. “Tranquila, con el tiempo te acabarás pareciendo“, contestó Picasso. Esta frase ha pasado a la historia, aunque realmente lo que el pintor le dijo fue que en adelante era ella la que tenía el deber de parecerse al retrato. Gertrude Stein no cesó hasta conseguirlo.
Llegó a París con su hermano Leo, ambos judíos norteamericanos, de origen austriaco, adinerados, huérfanos y viajeros. Ella había estudiado medicina en Baltimore sin terminar la licenciatura de puro aburrimiento; él andaba perdido por Florencia en busca de sensaciones variadas. Hacia 1903 confluyeron en París dispuestos a vivir a fondo la fascinación de los nuevos tiempos; montaron casa en la Rue de Fleurus, 27, en el Barrio Latino, una vivienda con dos plantas que tenía un gran estudio en el jardín y los dos comenzaron ahora a cazar artistas y escritores con que adornar sus vidas de millonarios estetas. Iban con el talonario por delante; sabían lo que se traían entre manos, pero tenían una ventaja, porque en aquellos años los pintores de vanguardia eran buenos y muy baratos; en cambio, los académicos eran malos y muy caros. La primera captura fue Picasso, que entonces vivía todavía con Fernande en el Bateau Lavoir, de la Rue de Ravignan, en Montmartre, calentando la estufa con dibujos, recién salido del hambre de la época azul y entrado ya en la incipiente gloria de la época rosa. Hasta allí llegó Gertrude Stein llevada por su olfato. Ninguno de los dos recordaría después en qué año inició Picasso su retrato, pero la hizo posar más de noventa veces en su estudio y fue en una de aquellas sesiones cuando Gertrude Stein, que había comenzado a escribir, pensó que era posible hacerlo de la misma forma con que el pintor, a la manera de Cézanne, estaba estructurando la realidad en planos yuxtapuestos.
Ella trabajaba también en ese momento en un retrato literario de la negra Melanctha, que fue su criada, incluido en su libro “Tres vidas“ y estaba obsesionada en las frases sin armadura interior, en las palabras dislocadas de su sentido, reiterativas, hasta hacerlas profundas e ininteligibles, sólo cohesionadas por distintos significados contradictorios desde el exterior al interior de las cosas. Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, etcétera. Al parecer, según ella, la última rosa ya se había inmiscuido en la primera. Así llegaba Picasso también al alma de la materia. Ninguno de aquellos pintores bohemios y escritores malditos a los que alimentaba tenía el valor de contradecirla. Esta mujer era ahora su propio convoy, como aquel tren de California, que arrancaba y se detenía a su antojo en medio de París, cargado de artistas de vanguardia, a los que manejaba según su humor y eran muchos los que estaban dispuestos a recoger su sombrero, aunque algunas veces se comportaba con ellos como una clueca amorosa, todos alrededor de su falda de pana.
Vivía con su secretaria y amante Alice B. Toklas, la gatita, pastelito, bebé, cigalita, como ella la llamaba, y las veladas de los sábados en el estudio de la Rue de Fleurus, 27, comenzaron a hacerse famosas. La voracidad de esta coleccionista no tenía límites. Allí se colgó por primera vez el cuadro de Matisse La joie de vivre, que despertó la envidia de Picasso, quien no cesó de dar la lata hasta lograr que Gertrude Stein se deshiciera de ese cuadro para sustituirlo por Las señoritas de Aviñón. Gertrude Stein basculaba entonces entre estos dos pintores, Picasso y Matisse, que abrieron el compás estético del siglo XX, uno fue el creador de nuevas formas, otro el introductor del color salvaje como formas de sentimiento. Los dos genios se respetaban en público pero se odiaban en secreto y la clueca siempre acababa por poner paz en sus rencillas.
Gertrude Stein junto a su secretaria y amante Alice B. Toklas.
Gertrude Stein quería llevar el cubismo a la literatura. Después de las veladas vanguardistas en el estudio de casa, lleno de pintores con sus mujeres o amantes, se guardaba la noche para ella. Escribía hasta que comenzaban a cantar los pájaros. Puede que tuviera más ambición que talento, pero el hecho de ser incomprendida la llenaba de orgullo. ConThe making of americans intentó contar con largo aliento de mil páginas la historia de su familia. De pronto vino la guerra. A la Stein y a su amante Alice las sorprendió en Inglaterra. Vadearon la contienda con una estancia feliz en Mallorca y cuando, al llegar la paz, regresaron a París el decorado había cambiado. Matisse estaba en Niza, Picasso en Antibes, Apollinaire había muerto en campaña. En los años veinte Gertrude Stein dejó de adornarse con pintores para hacerlo ahora con escritores. Trabó amistad con Silvia Beach, la propietaria de la librería Shakespeare & Company, y ella comenzó a acarrearle a su estudio literatos norteamericanos, Ezra Pound, Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, pero no el irlandés James Joyce, al que la Stein odiaba, tal vez porque le había arrebatado la fama entre aquel grupo de exquisitos con la literatura experimental que ella buscaba. Era la Generación Perdida, definición literaria que se atribuye a Gertrude Stein. En realidad fue una expresión con que el patrón de un taller reprendió al mecánico, recién llegado de la guerra, que no había sido diligente a la hora de arreglar una avería del Ford T de la escritora. Ella la aplicó a sus amigos, con los que mantenía relaciones tormentosas.
Gertrude Stein vivió por personas interpuestas, siempre famosas. De hecho hizo que su autobiografía la firmara su secretaria y amante Alice B. Toklas, como propia, lo que le permitió adornarse sin rubor de todos los elogios imaginables. Después de vivir el éxito en un circuito de conferencias por Norteamérica en 1935, volvió a Francia y por encima de ella y de su amante pasó la II Guerra Mundial. Pudo salvar de la Gestapo milagrosamente su fabulosa colección de pintura. Luego se retiró al campo con su gatita Alice y en 1946 murió en Neuilly-sur-Seine, pero entonces la vanguardia histórica de París ya se había esfumado, porque los norteamericanos se la llevaron a Nueva York como botín de guerra y la figura de Gertrude Stein quedó como el espejo ineludible donde siguió reflejado para siempre el esplendor bohemio de los tiempos felices de aquel París en que todo estaba permitido. De hecho, cuando un cuerpo no cabía en el lienzo se le cortaban las piernas y se pintaban al lado de las orejas. Así escribió también ella.
Gertrude Stein. El deber de parecerse al retrato. Texto: Manuel Vicent. El Pais.com. 31.01.2009.
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