Debe reconocerse que el nuevo ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo tiene sentido del humor por contestarle bromeando “¡Gibraltar español!” a un amigo suyo, eurodiputado británico, que lo felicitaba por su nombramiento.
En España se le dio mucho mérito al ministro. Aparece como un patriota, un irreductible de la tricentenaria causa de reclamar la españolidad del Peñón.
Exigencia que durante el franquismo fue uno de los motivos de adhesión al régimen de gran parte del pueblo: lel deseo de devolución de esa “punta amada de todo español”, que “a mi patria te robaron”, decía la canción patriótica, cohesionó a los españoles más emotivos.
Pero muchos españoles que trabajaban en la Roca o comerciaban en ella no querían --ni quieren-- cambio alguno, y en cuanto podían se hacían “llanitos”.
Algunos incluso creían que a España le iría mejor como un gran Gibraltar bajo una democracia británica que como un país oprimido por la pobreza y por una dictadura.
Con dictadura o democracia en España, los 30.000 llanitos quieren seguir siéndolo: su nivel de vida es más elevado que el de los parados de sus alrededores, y ello a pesar de que Gibraltar dejará de dejar de ser un paraíso fiscal.
Algo similar ocurre con los habitantes de Ceuta y Melilla, que desean ser españoles a pesar de estar geográficamente en Marruecos.
Y también con los 3.150 habitantes de las islas Malvinas, que exigen seguir siendo británicos, y a los que Margaret Thatcher defendió de una invasión de la asesina dictadura militar argentina hará treinta años el 2 de abril.
La Argentina de Cristina Kirchner vuelve a reclamar bravamente las islas, posiblemente con razón histórica, pero allí rechazan tan británicamente la idea que David Cameron amenaza con ser un nuevo Thatcher.
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