Revista Opinión
El Peñón de Gibraltar, ese apéndice continental que apunta hacia África, en un grano en el culo de España y un vestigio de los pulsos que las monarquías europeas entablaron en el siglo XVIII para subyugar hegemonías imperialistas del adversario y afianzar las propias. Salimos perdiendo de aquella lid entre imperios por incapacidades propias y fortalezas ajenas, aliadas a una esterilidad real. El resultado de todas aquellas circunstancias es la excrecencia colonial de Gibraltar, una incongruencia que perdura desde hace tres siglos y que desencadena periódicamente las provocaciones de unos y las reacciones de otros, más por agitar las emociones de la parroquia que por un interés genuino en solventar un problema que, en última instancia, afecta a los 30.000 habitantes aquel peñasco lleno de monos.
Y todo por culpa de Carlos II de Austria, que al morir sin descendencia, el 1 de noviembre de 1700, enciende una Guerra de Sucesión entre las monarquías europeas, empeñadas en situar a un candidato afín en el reino de España, antiguo imperio en decadencia, pero aún suficientemente importante como para ser apetecido. En su testamento, el rey español designa como sucesor al nieto de Luis XIV de Francia, Felipe de Anjou, quien se convierte en el primer rey de la Casade Borbón en España, con el nombre de Felipe V. Intenta contrarrestar, así, el peligro que acecha a España con la alianza de Francia, Holanda, Gran Bretaña y Austria para repartirse las posesiones hispanas. Aunque a Francia se le exige no unir España a su corona y mantener la integridad territorial española, los ingleses y holandeses desconfían de la fortaleza y hegemonía que adquiría con Felipe V la influencia francesas a ambos lados del los Pirineos. Y toman partido de forma activa por el archiduque Carlos de Habsburgo frente al pretendiente Borbón, declarando su hostilidad a la ententeformada por Francia y España y dando lugar a la Guerra de Sucesión española, que se extendió durante 12 años.
Una de las batallas que formaron parte de aquel pulso estratégico fue la que protagonizó una flota conjunta de holandeses e ingleses, que recorrió el Mediterráneo atacando posiciones españolas para sublevar a la población a favor del pretendiente Carlos. El más indefenso de los puertos atacados (Barcelona, Menorca, Cádiz) fue el saliente de Gibraltar, apenas defendido por 470 hombres, entre soldados y voluntarios, que no pudieron repeler la fuerza del desembarco de 10.000 infantes de marina angloholandeses al mando del almirante George Rooke.
El 4 de agosto hubo capitulación y la plaza fue apropiada por los ingleses en contra de lo establecido en el Convenio de Carbona, que prohibía anexionarse territorio alguno, sino apoyar al pretendiente Carlos. Tras múltiples avatares militares, intentos de reconquista incluidos, España firma el Tratado de Utrech al amparo de los acuerdos que alcanzan las potencias europeas para preservar el equilibrio de poder en el continente, conocido como la Convención de Fontainebleau. Es decir, se reconocía a Felipe V como rey de España, pero repartían el pastel español de Flandes, Milán y demás posesiones en Europa, junto al monopolio del codiciado comercio con las Indias de América. España pierde el prestigio de potencia internacional que hasta entonces ostentaba.
Desde aquel momento, Gran Bretaña ha ido progresivamente usurpando trocitos de tierra y mar al limitado botín de guerra que había conquistado, a pesar de las resoluciones de la ONU, las envalentonadas presiones del dictador Franco de cerrar la verja de la frontera y de lo que ahora la Unión Europea estime oportuno al mediar en un conflicto anacrónico que enfrenta a dos países miembros y aliados en Europa por la última colonia imperialista del continente.
Y de un problema sucesorio, aquello ha devenido en una historia de bandoleros, contrabandistas, traficantes de diverso pelaje y de “llanitos” que sacan réditos a unos y a otros, dejándose pretender por ambas partes mientras gastan y se divierten aquí, pero tributan y se declaran nacionales de allí. De la política de mano dura hemos pasado a la de mano blanda que le vende arena para que aquilaten el mar, les facilita más líneas de teléfono que habitantes censan la roca, hace la vista gorda con las gasolineras flotantes que contaminan las aguas tanto como las refinerías de Palmones, no impide que tiren cubos de granito con pinchos que espantan la pesca, a ellos que no pescan, y hasta autoriza que la Royal Navyexhiba su poderío frente a nuestras narices.
Sin saber por qué, tras tres siglos de tolerar esa excrecencia colonial de los antiguos imperialismos monárquicos, aquello no hay forma de arreglarlo con diálogo, diplomacia y relaciones internacionales, como cualquier conflicto que enfrenta a naciones del mundo. Aquello es una pelea de familia, que cronifica odios e inquinas irreconciliables. Y menos aun se puede resolver desde una España mansa con los poderosos que introducen sus fragatas de guerra en la misma Bahía de Algeciras o la Basede Rota, pero sumamente severa con los débiles que cruzan en patera el estrecho para no morirse de hambre.
Cuando más graves son los problemas que tenemos los españoles para sobrevivir a una crisis que nos aplasta, parece que cruzar con tabaco desde Gibraltar prioriza la atención de nuestras autoridades gubernamentales hasta el extremo de provocar atascos kilométricos con registros minuciosos en La Línea de la Concepción, no en los Pirineos o Barajas, desde donde se evaden ingentes fortunas a Suiza.
Gibraltar, para los ciudadanos de a pie, será lo que quieran sus graciosas majestades gibraltareñas mientras vivan mejor que en España, así de claro. Todo lo demás, un espectáculo para desviar la atención de los parroquianos, aquí y allí. Of course.