Creo que la ginebra y la literatura siempre hicieron buen maridaje. A bote pronto, pondré dos ejemplos: la escritora Ana María Matute y el periodista Manuel Alcántara. Dos eximias plumas españolas para las que la vida sería otra cosa sin un gin tonic de por medio. Recuerdo que, no hace mucho, la ganadora del Premio Cervantes 2010 entretuvo la espera de una rueda de prensa degustando tan fantástico combinado. Y el poeta malagueño es otro devoto de ese arte al que, ya lo confieso, también soy adepto. Ambos son ya octogenarios.
La última ginebra de excepción de la que he disfrutado se llama Nº 209. Es norteamericana y, por lo que he leído, poco menos que la se debemos a la denominada fiebre del oro. En 1870, un tal William Scheffler compró una patente. Años después, y establecido en California, obtendría como número de registro de licencia federal el 209. Tras unas décadas exitosas, a mitad del siglo pasado la destilería cerró. Y fue hace algo más de 10 años cuando Leslie Rudd compró esa misma empresa, la bodega Edge Hill, con la intención de entrar en el mundillo. Una casualidad quiso que hallara referencias de Scheffler, por lo que optó por seguir su estela.
La Nº 209 tiene 5 destilaciones y debe su aroma al cilantro de Rumanía, la bergamota de Calabria, la cassia de Indonesia, el cardamomo de Guatemala o el enebro de La Toscana. Ese elenco de botánica da como resultado una ginebra que alguno conceptúa como sofisticada. Yo no sé si llegar a tanto. Lo que sí sé es que, bien combinada y con la compañía apropiada, sabe divinamente. Hasta el gurú de los vinos Robert Parker dice que se pirra por ella.