Revista Cultura y Ocio
Continuación...
Así, esas lecturas fueron dejando su huella en la mente del joven Giordano. Y los interrogantes comenzaron a abrirse camino dentro de su corazón, empezando a albergar serias dudas sobre los principios sagrados en que se sustenta nuestra religión. Incluso se llegó a permitir la licencia de parafrasear irónicamente pasajes bíblicos:
“No vayas desnudo a robar la miel de las abejas. No vayas descalzo a sembrar espinas. No desprecies, mosca, las telarañas. Si eres ratón no sigas a las ranas.” (1)
Poco a poco, como la semilla que se nutre del agua de la lluvia y de la luz del sol, fueron germinando en su persona ideas osadas, arriesgadas y terribles. Tanto que chocaban frontalmente con la doctrina teológica de nuestra Santa Iglesia. El Nolano, al igual que Copérnico, sostenía que la Tierra no ocupaba el centro de la creación y que el universo era infinito. Y esto suponía una herejía en toda regla.
También sostenía que en el mundo todo lo existente era materia. Y que esta estaba formada por átomos, por lo que el espíritu no era independiente de los cuerpos materiales. Esto era algo muy grave que la Iglesia no podía tolerar y por ello fue acusado ante el tribunal de la Inquisición de Nápoles, por lo que se vio obligado a salir huyendo de allí. A partir de ese momento, la vida de Bruno se convirtió en una huida constante. Llegaba a una ciudad y al poco tenía que salir hacia otra, y de esta a otra, y así sucesivamente durante cuatro largos años. Pasó por Roma, Génova, Venecia, Milán… Y en todas partes conoció la incomodidad, la enfermedad, las privaciones, alojándose en lugares inmundos reservados para personas sin dinero como él. Pero sus ideas le permitieron conocer gente ilustrada que mostró interés por lo que contaba. Se hizo con buenos amigos que le ayudaron a publicar sus escritos, le proporcionaban alojamiento y apoyo económico. De esta manera llegó a Francia, a París, a Toulouse; luego a Inglaterra, donde el rey Enrique III apreció sus ideas, llegando a alojarse en casa del embajador francés en Londres. Luego siguió recorriendo Europa: Praga, Wittemberg, Francfort… Estando allí, recibió una invitación para regresar a Venecia, donde un grupo de universitarios y de filósofos inquietos apreciaban su forma de entender las cosas, pero aquello fue su perdición porque, al poco de llegar, debido a una denuncia de un supuesto amigo suyo, unos gondoleros lo encerraron en un sótano del que solo salió cuando una cuadrilla de soldados vinieron a arrestarle con una orden de la Inquisición Veneciana. Luego vino el juicio, donde se vio que todo fue una trampa preparada para lograr su caída. Durante el juicio se sacó una larga lista de ideas susceptibles de ser perseguidas, algunas reales pero otras inventadas.
Se le acusaba de mantener opiniones contrarias a la fe católica, poner en duda la Trinidad, la virginidad de María y el valor de la Misa. Se le condenó por hereje, blasfemo, impenitente y por terco y obstinado al mantener sus errores hasta el final y no retractarse. Tras el juicio fue puesto a disposición de la Inquisición romana. Estaba irremediablemente perdido. Después vivieron algunos años de cárcel que no sirvieron para que se retractara de sus ideas. Giordano Bruno fue declarado hereje. Sus libros serían quemados públicamente y formarían parte del Index Librorum Prohibitorum. Y el reo sería transferido al poder secular para que fuera ejecutado “sin derramamiento de sangre”; es decir, que sería quemado vivo en la hoguera. La entereza del preso al oír la condena fue proverbial:
“Tembláis más vosotros al pronunciar la sentencia que yo al recibirla.”
Y así fue como, muy de madrugada, ese 17 de febrero, el Nolano fue llevado hasta el poste donde fue amarrado. Y yo me acerqué a él con el crucifijo, pero no quiso ese último consuelo y muy dignamente giró la cabeza para el otro lado. Dios se apiade de su alma. Y ahora, cuando estoy a punto de cerrar el libro de mi vida, achacoso y decrépito, con la conciencia algo más tranquila por esta confesión, siento que tengo dudas. Mi fe se tambalea. En el fondo, no me creo peor por ello. Es humano dudar. Sólo espero que el Altísimo sepa perdonar mis flaquezas. Creo que matamos a un inocente. Sí, matamos; aunque yo no fui el brazo ejecutor, pero todos estábamos convencidos de que era culpable de herejía. Porque su mirada no era la de un criminal ni la de un hombre airado. Era una mirada firme, pero clara, entera… la de un hombre que está convencido de su inocencia. Y ahora, dejo escritas esas palabras de Giordano Bruno que tanto consuelo me traen en estos momentos donde me dispongo ya a rendir cuentas ante mi Creador:
“No importa cuán oscura sea la noche, espero el alba, y aquéllos que viven en el día esperan la noche. Por tanto, regocíjate, y mantente íntegro, si puedes, y devuelve amor por amor.” (2)
_________________ (1) La cena de las cenizas, Giordano Bruno, Alianza Editorial, Madrid, 1993. (2) El candelero, Giordano Bruno. Ed. Ellago, Castellón, 2004.
Fragmento de un capítulo de En la frontera.