El año pasado mi santo duró 30 horas.
Gracias a los paralelos y meridianos, el 29 de julio empezó en España a la misma hora de siempre pero, en Nueva York, empezó seis horas después. Evidentemente, en España también acabó a su hora, pero la gran manzana me regaló otras seis horas adicionales. Qué cosas.
Celebré mi onomástica entre Coney Island y la 245W con la 38; entre los perritos de Nathan y las hamburguesas del sevillanísimo Black Iron. Una celebración inesperada porque el cambio de trabajo me había obligado a cambiar de fechas mi viaje. Tampoco la celebración de este año es de las esperadas: trabajando desde casa, con un ERTE al cincuenta por ciento de la jornada y estudiando para un examen. Planazo.
El año pasado fue de cambios. Este, simplemente raro. Y, sin embargo, el mundo sigue girando como en la canción de Jimmy Fontana.
Planear la vida es sencillo, lo complicado es adaptarse a ella. El año pasado había planeado viajar a Nueva York, no cambiar de trabajo. Posiblemente no lo he verbalizado lo suficiente, pero cuando recibí la primera llamada del departamento de recursos humanos para una primera entrevista, supe que tenía que dejarlo todo y apostar. No recuerdo cuándo hice eso por última vez o si lo había hecho en algún momento, solo sé que mi mente hizo un click y ya solo me quedaba una huída hacia adelante, apostar y, sobre todo, ganar.
El cambio me llevó a adaptarme. Cambiar hábitos y cambiar la fecha del viaje. Un cambio del plan inicial.
Para este año, mi plan inicial era irme a Rusia y solicitar el teletrabajo a partir del mes de septiembre al haber pasado ya más de un año desde mi incorporación a la empresa. Y sin embargo, un virus letal y mundial me envió para casa con el portátil bajo el brazo en el mes de marzo. No hubo más remedio que adaptarse a la nueva realidad. No será el año en el que pise la tierra de los zares. Tampoco entraba en mis planes implicarme en un proceso de ERTE y encontrarme trabajando la mitad de la jornada. De nuevo, tocó adaptarme a la realidad y pensar que, quizás era el momento de coger el toro por los cuernos y aprovechar para leer, para escribir, para ver películas, para volver a mí.
La vida se planea y la realidad se improvisa. Resiliencia le llaman.
Treinta horas duró mi onomástica neoyorkina y, sin embargo, este año me siento mejor que el pasado. Me miro al espejo y siento que vuelve a gustarme lo que veo. Algo completamente fuera de cualquier plan. No volverme loca durante los días del confinamiento fueron el mayor regalo que me he hecho a mi misma. Sentirme serena, su consecuencia.
El plan era no publicar nada hasta septiembre y ya veis, me he adaptado a estas ganas locas de contaros cosas.
El plan del nuevo curso es darme tiempo. Ya veremos por dónde acabo improvisando. Brindemos (aunque sea con café).