Abre los ojos y al instante, ya sabe lo que será de él hasta que vuelva a cerrarlos. Eso es un hecho que desde hace tiempo, quizá demasiado, lo perturba. No hay diferencia alguna en sus días. Nada más despertarse la sensación de hastío es muy fuerte, pero luego, como si de un sueño cualquiera se tratase, se va difuminando a medida en que sus actos, involuntarios, le entregan a la rutina.
Dos trajes, cuatro camisas, tres corbatas y dos pares de zapatos exactamente iguales, definen su semana laboral. Ensalada los lunes, pescado los martes, carne con verduras los miércoles, legumbres los jueves y comida china los viernes. Los sábados por la mañana sale a pasear y por la tarde, lee novelas negras. El domingo por la mañana va al gimnasio y por la tarde, ve alguna que otra película. Soltero. Sin hijos. Vive solo. Cuarenta y seis años. Sus vecinos y compañeros de trabajo lo definirían como una persona normal.
Hoy es lunes y está asustado porque ha soñado y lo recuerda. No sólo porque sea la primera vez en su vida que le ocurre tal cosa. No sólo porque al despertar su piel parezca otra. Lo que ocurre es que hoy, al abrir los ojos, no sabe qué será de él hasta que los cierre.
En el sueño, iba caminando por una pradera. Un sol radiante iluminaba sus bucles dorados que le caían por debajo de los hombros y un vestido largo de color blanco cubría su cuerpo. Era una niña. En su paseo, tras un repecho, encontraba un árbol que proyectaba una sombra perfecta. Una felicidad infantil y exagerada inundaba su pecho al contemplarlo. Sus piernas de niña trotaban hacia el árbol mientras sentía, más nítido que nunca, un deseo irrefrenable de abrazar ese árbol. A dos pasos de conseguirlo, con los brazos ya extendidos, se ha despertado.
La ducha es diferente, le cuesta regular la temperatura del agua. El café no sabe igual, ni siquiera estaba seguro de en qué armario lo guardaba, como si fuese nuevo en su propia casa. Tarda demasiado tiempo en decidir qué camisa va con cuál corbata, como si nunca se hubiera puesto un traje. ¿Hoy tocará pescado o comida china? Toda esta confusión se traduce en retraso y teme perder el autobús que le lleva al trabajo.
Ahora bien, ya en la calle, unos extraños pensamientos rondan por su cabeza. ¿Por qué no tomar un trayecto diferente hacia la parada? ¿Por qué no coger el siguiente autobús en vez de correr?
Esperando a que el semáforo se ponga en verde y degustando el sabor a tubo de escape que impregna su paladar, siente que su vida necesita reciamente un giro de guión.
Un bocinazo que le asusta. Ha notado cómo se le retorcía algo por dentro. Reanuda la marcha, algo alterado.
¡Qué bonita está la calle a esas horas! En quince años nunca se había fijado en los escaparates, en las fachadas de las casas o en la gente que pasea a sus perros. Decide tomarse unos minutos extra y perder el bus. Entra en una cafetería y se pide un cortado. ¡Qué simpática es la camarera! ¡Qué buen día hace! Se permite la licencia de leer una revista e incluso de recortar una receta de falafel para seguirla el sábado por la mañana en su casa. En vez de salir a pasear, dedicará su tiempo a investigar nuevos platos. Un mundo nuevo se descubre ante sus ojos y le ofrece tantas posibilidades como decisiones pueda tomar. Se despide de la camarera y deja una generosa propina. Sale del establecimiento con la certeza que de ahora en adelante, caminará con la cabeza alta para no perderse ningún detalle, ya que cualquier día, puede ser diferente del anterior.
Es el mismo lunes de siempre, el mismo día desde hace quince años pero diez minutos después, y todo parece diferente. La parada de autobús está casi vacía, ocupada tan sólo por dos monjas que aguardan sentadas. Una de ellas fuma. En el espacio donde suelen estacionar los repartidores de la carnicería hay un coche con los cristales tintados. De pie junto a la marquesina, mira a su izquierda por encima de la luna delantera del vehículo y se remanga para consultar la hora. El conductor se baja, saluda y le dedica una amplia sonrisa; al parecer, estaba esperándolo. Piensa que el saludo irá dirigido a alguien que está detrás, pero no, sólo están las monjas. El hombre le extiende la mano y le dedica un servicial y fiel apretón.
—Buenos días, ¿es usted el doctor Jiménez Acha, verdad? Lo estaba esperando —señala hacia el coche—. Adelante, nos espera una preciosa jornada.
No es doctor en nada y tampoco se llama así, el chófer está equivocado.
Es el momento de dejarse llevar.
Ahora o nunca.
Es una señal, piensa. El sueño, cómo ha empezado el día… Todas las decisiones que he tomado me empujan a probar suerte y ser, al menos por un día, el doctor Jiménez Acha.
Cierra los ojos. Visualiza la pradera, el árbol…
Corre hacia él, abrázalo, lo tienes justo enfrente…
Un bocinazo lo saca de sus pensamientos, alterado, indefenso, asustado.
—No, lo siento señor, se ha equivocado. Yo estoy aquí para esperar al próximo bus.
Vuelve a consultar la hora. Hoy llegará bastante tarde. Baja la vista. Se sienta en el banco, mira el panel, faltan cuatro minutos. La monja que fuma, ahora tose.
Tendrá que prescindir de la ensalada de los lunes y sacrificar la hora de la comida para recuperar el tiempo que ha perdido.
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