¿Preferirías seguir sufriendo en el futuro antes que admitir el error que te llevó a ese sufrimiento? Estamos convencidos que, de entrada, todos responderíamos que no. Que por supuesto admitiríamos que nos hemos equivocado, antes que seguir sufriendo. Pero por muy extraño que nos parezca, el ser humano no funciona así.
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Siempre nos ha fascinado comprobar cómo mujeres cercanas que han tenido embarazos muy complicados, con vómitos, sangrados, inmovilización durante meses, contracciones dolorosísimas en el parto, y un largo etcétera, una vez que nacía el bebé, y pasaba algo de tiempo, rememoraban su embarazo quizás como la experiencia más maravillosa de su vida. Podría ser que la presencia del bebé, y el amor que se siente por él, logre compensar todo el dolor padecido. También podríamos pensar que puede que la mente engañe a esas mujeres para asegurarse la continuidad de nuestra especie humana, ya que si se generase una narración colectiva o universal de que el embarazo y el parto son unas experiencias nefastas, y ese mensaje calase entre las mujeres, quizás dejaríamos de procrearnos como especie. O puede que esa narración edulcorada del embarazo y su recuerdo sean simplemente necesarios para que pueda haber más embarazos en esas mujeres o en otras muchas. Pero lo cierto es que podríamos pensar que, aunque sea por necesidad, la mente nos engaña.Pero, ¿y si no es sólo por necesidad? ¿Y si esa aparente distorsión entre lo que sucede y lo que nos contamos sobre lo que sucede, pasara más a menudo, y por otras muchas razones? ¿Acaso no es sorprendente cómo personas que durante cuatro años no paran de renegar de las injusticias, tropelías y desfachateces que hacen sus gobernantes, cuando les toca a ir a votar, acaban votándoles de nuevo? Si profundizamos más allá de las razones ideológicas, hay motivos para ello. Y los estrategas de las campañas electorales lo saben muy bien. Por eso el principal gasto público se hace en los meses previos a las elecciones. Y por eso una buena campaña electoral, puede dar un giro a los resultados que se esperaban tras una gestión nefasta. Los estrategas saben que esos giros de guión son posibles, y de hecho su trabajo consiste en conseguirlos. No estaría mal que nosotros empezáramos a conocer también los entresijos de esos cambios en la narrativa. Porque nos pueden llevar a seguir sufriendo, o quizás a ser más felices.
En las últimas semanas, nos hemos quedado estupefactos ante la versión más cruda de estos procesos mentales. Personas muy cercanas a nosotros, e incluso de nuestros círculos familiares más próximos, han sufrido gravísimos efectos adversos a las vacunas, como los propios médicos ya les han reconocido. Efectos ya conocidos y constatados por la Ciencia desde hace casi un año. Y que en algún caso ha llevado a la persona a las mismas puertas de la muerte. Pero curiosamente, no se han rebelado contra el sistema o las autoridades que le administraron lo que les ha causado ese daño irreparable, igual que reclamaríamos si nos venden una pizza en mal estado o con moho. No. En lugar de plantearse si ha valido la pena todo ese sufrimiento, dolor y enfermedad para lo que esa vacuna realmente les protegía, para nuestra sorpresa, lo han justificado, y hasta se han lamentado de que les desaconsejaran la segunda o la tercera dosis. Preferirían seguir sufriendo que admitir el error, ya acreditado por centenares de estudios científicos, y por su propia y desgraciada experiencia personal.
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¿Cómo puede ser esto? El Premio Nobel Daniel Kahneman lo explicó con su Teoría de las Perspectivas (Prospect Theory) según la cual los individuos tomamos decisiones, en entornos de incertidumbre, que se apartan de los principios básicos de la probabilidad, llamando a este tipo de decisiones "atajos heurísticos". Sus experimentos demostraron que no hay un único "yo" a la hora de tomar decisiones, sino que existe un "tira y afloja" entre diferentes personalidades internas que a menudo se hallan en conflicto, lo que parece constatarse por la neuroplasticidad.
Kahneman dirigió un experimento trascendental con un grupo de voluntarios que participaron en un experimento compuesto por 3 partes. En la parte corta del experimento, los voluntarios sumergían una mano en un recipiente lleno de agua fría durante 1 minuto. Era algo desagradable, casi doloroso. En la parte larga del experimento, los voluntarios colocaban la otra mano en un recipiente lleno de agua fría (a la misma temperatura que en la parte 1), pero después de un 1 minuto, se añadía algo de agua caliente, lo que hacía subir levemente la temperatura. Así permanecían otros 30 segundos más. Y exactamente 7 minutos después llegaba la tercera parte, la crucial: a los voluntarios se les pedía que tenían que repetir una de las dos partes y que ellos debían escoger cuál. El 80% prefirió repetir el experimento largo, pues lo recordaban como menos doloroso.
Como recoge Harari, en su libro “Homo Deus”, el experimento del agua fría es muy simple. Revela la existencia de al menos dos "yoes" en nosotros: el "yo experimentador" y el "yo narrador". El "yo experimentador" es nuestra conciencia constante, centrada en el presente. Para el "yo experimentador", era evidente que la parte larga del experimento era peor, pues estaba un minuto y medio con la mano metida en agua fría, mientras que en la parte corta solo estaba 1 minuto. Sin embargo, el "yo experimentador" no recuerda nada. Apenas se le consulta cuando hay que tomar grandes decisiones o analizar en el largo plazo. Recuperar recuerdos, contar relatos y tomar grandes decisiones corresponde a nuestro otro "yo": el "yo narrador". Como cualquier periodista, poeta o político, el "yo narrador" toma muchos atajos. No lo narra todo, y por lo general teje el relato a partir de momentos culminantes y resultados finales. El valor de toda experiencia viene determinado por el promedio de los momentos culminantes y los finales. En el experimento, el "yo narrador" se olvida de la duración de las partes y concluye que en la parte corta “el agua estaba muy fría” y en la parte larga “el agua no estaba tan fría”, y por tanto, se queda con la parte larga. La regla “parte culminante-parte final” se impone a la duración.
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Kohleman repitió el experimento con 154 pacientes en una colonoscopia, una experiencia muy poco agradable. Los pacientes cuya colonoscopia duró 24 minutos dijeron que la preferían a la que duró 8 minutos, porque en el experimento se redujo el nivel de dolor en la parte final de la colonoscopia que duraba tres veces más. De hecho, ese mecanismo es el que muchos pediatras utilizan con los niños, agasajándoles con algún obsequio final cuando deben hacerles alguna prueba, para que la experiencia, aunque sea más larga, sea menos desagradable.De este modo, la mayoría de la gente se identifica con su "yo narrador". Y al referirse a sí mismos se refieren al relato que hay en su cabeza, no al torrente de experiencias que viven (algunas, como vemos, llenas de dolor, sufrimiento o sinsentido). Nos identificamos de este modo con el sistema interno que trata de dar coherencia al alocado caos de la vida y lo transforma en cuentos aparentemente lógicos y consistentes. Aunque por el camino se pierda toda lógica y consistencia. Así, si nos quedamos muchas horas sin comer, la experiencia del hambre desde el "yo narrador" será radicalmente distinta si lo hacemos porque se debe a unas pruebas médicas, si estamos en Ramadán, o si nos hemos quedado sin dinero, aunque la experiencia del "yo experimentador" sea idéntica en los tres casos.
Lo verdaderamente grave de todo esto, es que estas dinámicas psicológicas, a buena parte de la Humanidad le son totalmente ajenas. Y sin embargo son aprovechadas por la publicidad, por los estrategas electorales, por los medios de comunicación y por los gobiernos y autoridades de todo pelaje, como hemos podido comprobar sobradamente durante la pandemia, y ahora durante la guerra de Ucrania. Y vemos cómo miles o millones de personas sufren o incluso mueren, pero bajo el síndrome de que "no lo hicieron en vano". Lo hicieron por un virus peligrosísimo, por aquellas famosas armas de destrucción masiva inexistentes, por un Putin dictador y malísimo, o por la defensa de la libertad y los sagradísimos principios de Occidente. En esas narraciones de nuestro "yo narrador" siempre concurren mentiras, lagunas y contradicciones. Podemos considerar que quizás sean admisibles si queremos tener un segundo o tercer hijo, y olvidarnos de lo que padecimos en el embarazo del primero. Pero quizás no sean tan admisibles cuando esos relatos nos causan daño, se lo causan a otros, o simplemente sirven para esclavizarnos o manipularnos. Ahí no quedará más remedio que tomar el timón y dar un giro en el guión, que infunda sentido a esas mentiras, lagunas o contradicciones, si queremos salir limpios de los errores del pasado, o incluso del presente. ¿Estaremos dispuestos a ello? ¿Tendremos el coraje de reconocer internamente que nos equivocamos o que nos embaucaron? ¿O preferiremos seguir engañándonos a nosotros mismos, y de paso quizás también a los demás? De nosotros depende. Sólo de nosotros.
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