Revista Cultura y Ocio
Cuando, hace ya bastante tiempo, me enteré de que se pretendía rodar una segunda parte de “Gladiator”, mi intuición me llevó a pensar de inmediato que se trataba de una mala idea. Existen largometrajes que, debido a su elevado nivel, así como al desarrollo y desenlace de sus historias, deberían darse por completos y zanjados. Ese deseo de alargar sus tramas o de dar inicio a una saga, resulta más propio de ávidos productores sedientos de mayores éxitos que de la necesidad de extender unos argumentos claramente concluidos. “Gladiator” es una gran cinta que ganó cinco Oscars (entre ellos, los de mejor película y actor protagonista) y fue elegida la mejor del año, tanto en la ceremonia de entrega de los BAFTA como en la de los Globos de Oro. Yo la he visto en numerosas ocasiones y, lejos de saturarme con cada nuevo visionado, le encuentro un interés cada vez superior.Mejorar o, siquiera, mantener el listón, entrañaba pues una notable complejidad. Pero, con independencia de lograr rebasar a su predecesora, “Gladiator 2” desprende un claro tufillo a prolongación artificial. Creo que, conscientes de ello, los responsables del proyecto han apostado por la grandilocuencia como forma de superación, lo cual no siempre funciona. Peleas más sangrientas, animales más inmensos y pseudomitológicos (en algunos casos, incluso increíbles, en el sentido literal del término) y decorados más pomposos, pero sin poder desprenderse de dos hándicaps que actúan como lastre continuo durante las casi dos horas y media de proyección: la fatalidad de la inevitable comparación con el título estrenado en el año 2000 y la falta del carisma y magnetismo del personaje de Maximus Decimus Meridius, cuyo recuerdo planea en todo momento. Al margen de lo expuesto, y a consecuencia de ese intento del “más difícil todavía”, se traspasa la línea que separa la brillantez del esperpento. No sé a quién se le ocurrió la idea de un Coliseo romano acuático con tiburones, pero sospecho que se debió fumar algo en mal estado. Tan es así que no se sabe si el mensaje transmitido corresponde a una parodia o a una secuela. En definitiva, se confirma el hecho de que sólo se aspira a repetir el antiguo éxito, pretensión hueca ante la escasez de enjundia en los personajes y en el guión. Vaya por delante mi plena admiración por Ridley Scott, a mi juicio uno de los realizadores imprescindibles de la Historia del cine, autor de no pocos trabajos que me encantan y que revisiono a menudo. Sin embargo, en esta ocasión, el Scott productor y el Scott realizador no se han entendido. La acción se sitúa años después de la muerte del gladiador encarnado por Russell Crowe. Lucio, interpretado entonces por el niño Spencer Treat Clark y ahora por Paul Mescal (Aftersun), ha crecido y se ve forzado a entrar en el Coliseo tras ser testigo de la conquista de su hogar por parte de los tiránicos emperadores que dirigen Roma con puño de hierro. Repleto de furia y con el futuro del Imperio en juego, deberá rememorar su pasado en busca de la fuerza y el honor que devuelvan al pueblo la gloria perdida de Roma.Ni que decir tiene que los logrados aspectos técnicos y visuales sobresalen y que algunas escenas reflejan una intensidad notable, pero el regusto final conduce a la sensación de haber presenciado un videojuego más que una película. Repiten en el reparto Connie Nielsen (Hippolyta en las sagas “Wonder Woman” y “La Liga de la Justicia”, “Basic”, “Retratos de una obsesión”) y Derek Jacobi (veteranísimo actor de variada filmografía -“Enrique V”, “Gosford Park”…-, que destacó principalmente en la magnífica serie televisiva “Yo, Claudio”). Como novedad, figura Denzel Washington, cuya excelente trayectoria profesional no necesita presentación, y que se esfuerza enormemente por impulsar esta propuesta, hasta el punto de ser lo mejor de ella. Les acompañan Pedro Pascal (“The Mandalorian”, “Juego de tronos”) y Joseph Quinn (“Un lugar tranquilo: Día 1”).