Subir otra vez a la sala no le apetecía nada. Acababa de hacer un servicio que, además, le había resultado muy desagradable. No tenían con ella consideración alguna. Estaba más que harta. Veía que el resto de compañeras no recibían el trato ominoso que ella sufría o, al menos, así se lo parecía. Pero había que obedecer, quizás eso era lo único que había aprendido en los dos años de reclusión forzosa que llevaba allí. Ojalá que el hombre aquel que le dijo palabras tan agradables, que se interesó por ella, volviera. Pero era pedir un imposible ya que en ese antro sólo entraba gente de paso, no era un club de habituales. Pero por qué no, pedir un milagro no costaba nada, sería un no más a sumar a la ristra de noes que acumulaba desde que arribó a España.
Muchas noches Gloria, que dormía en una litera del dormitorio corrido que compartía con otras doce chicas, despertaba del reiterado y agradable sueño, en el momento en que bajaba del avión y era recibida por un guapo chico, quien con amables palabras la llevaba hasta un Mercedes deportivo. Pensaba que su despertar se debería a que ese biplaza era un elemento del todo extraño a las expectativas que se había creado. Su aventura había comenzado en Cali cuando en una discoteca de reggaetón a la que acudía con frecuencia fue abordada por una pareja, tan amable ella y tan divertido él, que le hablaron de España, de los colombianos que ya estaban aquí desde hacía tiempo y de la buena plata que en trabajos bien remunerados, cómodos y poco agotadores, ganaban. Le contaron de dos muchachas del barrio que ella conocía de vista, que trabajaban de dependientas en Zara Home y de otra, ésta prima carnal del simpático chico, que había logrado colocarse con contrato indefinido en la Residencia del Duque de Alba en Madrid. La pareja hablaba frecuentemente con ellas y cuando les preguntaban por la posibilidad de que otras chicas colombianas pudieran correr su misma suerte les contestaban que sí, que en España había muchas posibilidades, especialmente en Madrid, Barcelona y otras grandes ciudades del país.
Gloria no era chica de pocas luces, era lista; por eso, tras esta conversación, indagó en su entorno, preguntó a sus amigas de siempre, y acompañada por ellas volvió a la discoteca varias veces más. La pareja casi siempre estaba allí y derrochando amabilidad y simpatía hablaba con ellas. Cada vez el panorama era más y más ilusionante: trabajo en tiendas de moda como Zara, H&M, Primark o de señoritas de compañía de mujeres mayores con posibles. Y si, por un suponer, estos buenos puestos de trabajo estuviesen ya cubiertos, muchas colombianas, le dijeron, se colocaban en casas particulares donde recibían un salario muy decente como criadas internas o externas. Gloria y sus amigas Alba, Claudia y Diana, según que entre ellas hablaban de lo que esa pareja tan simpática les iban contando, se entusiasmaban más y más.
Un día Walter, que así se llamaba el chico guapetón que conversaba tan lindo, le dijo a Gloria que si quería podría marchar a España la siguiente semana, que un conocido suyo le había ofrecido un pasaje de avión en Avianca a muy buen precio; pero tenía que decirle ya si lo quería o no, pues había muchas personas interesadas. A Gloria no le costó mucho decidirse y se comprometió con él. Lo malo era que no disponía de dinero para afrontar el coste del billete por barato que éste fuera.
—No te preocupes, nosotros te lo adelantamos. Cuando estés en España ya bien situada podrás devolvérnoslo cómodamente. ¿Te parece bien?
Cómo no se lo iba a parecer. Gloria estaba viviendo algo inesperado, lo que le sucedía jamás había entrado a formar parte, ni por soñación, de sus proyectos de vida. Tras decirle a Walter que sí, se sintió como lo que en definitiva era: una pobre muchacha que viviendo en la extrema pobreza un día por arte de birlibirloque se veía dentro de un hermoso envoltorio presta a encaramarse a la carroza que la conduciría al baile. En cuanto aterrizase en España, Walter le había asegurado que la emplearían en un trabajo bien remunerado, lo que daría paso a una vida gozosa y a sinceras nuevas amistades. ¡Qué príncipe podría ser más hermoso que esto que le estaba sucediendo! Sí, por fin, la vida comenzaba a ser agradecida con ella. De esta manera, hacía ya dos años, había comenzado todo, como en un cuento.
El último capítulo de ese hermoso cuento que con reiteración soñaba una y otra vez, fue para ella la entrada en ese bonito automóvil al que la condujo el guapo chico que la fue a buscar al aeropuerto. En la autopista, camino de algún lugar, seguramente de Madrid ciudad, Gloria, muy nerviosa ante tanta novedad, lanzaba a su apuesto conductor preguntas de todo tipo. El silencio por respuesta que el joven le daba sólo se quebró con la que le hizo referida a su nombre.
—Me llamo Enzo.
Queriendo ser amable y cordial con el joven, ella le preguntó:
—Entonces no eres colombiano. Enzo no es nombre habitual entre nosotros. ¿De dónde eres, Enzo?
—¡Te callarás de una jodida vez, so puta!
Respuesta tan arisca y desabrida le reveló en ese momento a Gloria el auténtico y profundo ser de Enzo. El baile feliz en que hasta ese momento creía hallarse se vio interrumpido por ese aldabonazo, más terrible, sin duda, que las doce campanadas que a la cenicienta del cuento le hicieron salir precipitadamente del palacio. El castillo de naipes que en su cabeza había construido se vino a tierra como por encantamiento. Se dio cuenta de su tremendo error. Se encontraba en tierra desconocida, sola, a miles de kilómetros de Cali, con una persona violenta que la llevaba a no sabía dónde. Era evidente que cuando llegaran a donde quiera que fuesen, quienes los recibieran no serían mejores que Enzo, quien ya para ella de bonito sólo tenía el nombre, de origen italiano y muy frecuente en la Argentina.
Quiso escapar. Intentó abrir la puerta inútilmente. Estaba clausurada, sólo era posible abrirla desde fuera. Para poder hacerlo y pedir auxilio, pulsó el botón de bajar el cristal de la ventanilla. También estaba bloqueado. Su nerviosismo fue en aumento. Comenzó a gritar: «¡Para, para. Quiero bajar!» Enzo sin inmutarse disminuyó la velocidad del deportivo, se orilló en cuanto la autopista se abrió a la posibilidad de acceder a una área de descanso y tras detenerse, sin decir palabra, descendió del vehículo. Abrió con delicadeza la puerta donde estaba Gloria y sin más preámbulo le propinó un golpe con el puño cerrado que la tumbó cuan larga era en el asiento trasero donde se encontraba.
Todo esto pensaba al tiempo que se preparaba junto a otras chicas para subir, otra vez, a la sala donde, cual ganado de carne prieta y joven para consumo humano, serían exhibidas. Entre el final de un servicio y el siguiente la madame les concedía un máximo de media hora de descanso. Ella aún tenía tiempo. Según se aseaba, para después maquillarse y vestirse de la manera ligerita que a los hombres les gustaba, su cabeza se le fue hasta otro despertar. En esa ocasión, lo recordaba de manera diáfana, su abrir de ojos fue bastante agradable: en una habitación, cuyas tenues luces apenas si dejaban adivinar el color rojo vivo de las cortinas que ocultaban la ventana; en una amplia cama arropada entre sábanas de delicioso y desconocido tacto, que, luego sabría, seguramente eran de seda artificial, rayón o seda de bambú. Del tremendo puñetazo que el malevo de Enzo le había dado para matar su curiosidad sólo quedaba el color negro del pómulo derecho de su cara aún bastante hinchado. Afortunadamente, su suerte parecía haber cambiado. También en Cali, pensó, más de un golpe había recibido de sus cuatro hermanas mayores que la envidiaban por su hermosura; una hermosura que, además de golpes femeninos, le hizo temer y sufrir muchas noches los acercamientos hasta su colchón de los varones de la familia, si es que a eso se le podía llamar familia. No quería recordar esos momentos, porque ahora mismo, todo era distinto, no mejor, pero sí diferente. El golpe que le dio Enzo en el coche lo admitía a beneficio de inventario; ya sabía ella, por propia experiencia, cómo eran los hombres.
Terminó de acicalarse. Prácticamente iba desnuda, pues sobre sus desnudos senos y el breve tanga tan sólo caía un negligé tipo babydoll que tenían obligado vestir siempre que eran llamadas a la Sala. Si bien estas prendas femeninas eran más suaves y delicadas que las batolas y las levantadoras que ella y sus hermanas tenían en Cali, cómo las echaba en falta Gloria ahora mismo. Le gustaría sentir sobre su piel la aspereza de esas prendas que las mujeres colombianas utilizan habitualmente para estar en casa. La comodidad en Colombia prima sobre todas las cosas: para la casa, una batola; para salir a la calle, un overol de bluyín sobre unas pintas, y a bailar reggaeton. ¡Hay que ver lo mucho que Gloria añoraba su pobreza y libertad antiguas!
Ya en la Sala junto a dos o tres muchachas más se paseó entre las mesas ocupadas por hombres, solitarios los más y en pequeños grupos, otros. Eran clientes en cuyos ojos se vislumbraba el deseo animal que los había hecho parar allí, en el Club Cinderella. Como Gloria, las otras chicas, que pululaban por las mesas, se detenían frente a ellas, ofreciéndose a los machos quienes, con ojos brillantes enrojecidos por el alcohol y la rijosidad las devoraban, las toqueteaban y finalmente los más ansiosos pasaban a los reservados destinados al efecto. Era un fin de semana más, zafio y sórdido como todos los anteriores.
Era imposible huir por ser imposible devolver la cuantiosa suma de dinero que los malevos y mangones mafiosos del Club les decían que les debían. Gloria lo sabía. Sólo sobrevivía esperando el milagro, otro birlibirloque como el que la condujo hasta donde se encontraba, pero esta vez de signo contrario. Indiferente fijó su mirada y… ¿sería verdad que quien estaba sentado a la mesa, ante la que Gloria se había parado ofreciendo un sinfín de posibles delicias, fuera ese hombre? Con modales gatunos se acercó hasta el rostro del joven que la observaba para, tras el obligado «¿Te vienes conmigo?», susurrarle al oído:
—Dime tu nombre, por favor. Te necesito. He pensado mucho en lo que me dijiste la otra vez que estuviste aquí.
Serio, sin esa sonrisa que Gloria tanto ansiaba ver de nuevo en la cara del chico cuyo recuerdo le había permitido sobrevivir, él contestó:
—Quiero sacarte de aquí, de este lupanar. Me llamo Enzo.