Revista Cultura y Ocio
© jmlEstoy seguro de que no será la última vez que me pregunten cómo está. La gente se interesa por ella de muy buena fe y no por compromiso; los muchos que la conocen lo hacen porque la estiman. Una mañana en Zafra, en la calle, también me preguntaron. Era C., hija de un antiguo amigo de mi padre, que me pidió que la saludase de su parte. Lo hice, sin recordar el apellido de C.; y ella —que parecía ausente— supo decírmelo: «¿Sí? La de G.». Siguen sorprendiéndome esos vislumbres de su mermada lucidez. Qué naturaleza, decían, porque no hace mucho ella estuvo en estado preagónico y el médico decidió sedarla. Pero mi madre abrió los ojos a las pocas horas y poco a poco fue recuperándose hasta volver a estar como siempre, como ahora, que sigue comiendo como un muchacho —a ratos bien, a ratos con desgana— y durmiendo como un niño. Cuando le doy la merienda y pico de su magdalena, se sonríe, con la misma complacencia que cuando yo era pequeño o cuando yo venía a casa, ya padre de familia, y se disgustaba porque no me ponía otro plato de lentejas, aunque alegase apetito para el segundo. Si la sobrevivo, la gente me dirá el tópico de que aunque sean tan mayores duele siempre perderlos. Leo un verso de Fina García Marruz: «La razón de mi paso por la tierra». No está mal. He vuelto a estar con mi madre en su mirador. Observa la calle con familiaridad, sin importarle —lo que me llena de orgullo y satisfacción— que afuera estén cayendo treinta y nueve grados, y se fija cuando ve a personas de su edad —que para las señoras como mi madre son todas aquellas que nacieron quince años antes que ella. Ella mira con sus pies posados en la tarima, sin moverlos durante las horas que está en su mesa camilla. Yo la observo y escribo. Su estado actual es lastimosamente hermético, y la única puerta que abre es su sonrisa de siempre cuando responde a un beso. Sigue siendo mi fuente de aspiración.