Con el caso Bárcenas sobre sus espaldas, miles de personas en las calles y una moción de censura en el horizonte Mariano Rajoy ha defendido ante la UE la legitimidad de su Gobierno. En concreto afirmó que son en las “las elecciones democráticas donde los pueblos legitiman a sus representantes para ejercer las responsabilidades de gobierno”. O lo que es lo mismo, que por mucho que me digan me aferro a ese principio de legitimidad para no dimitir y seguir en el cargo.
Se dice que los Gobiernos poseen legitimidad cuando son obedecidos por sus ciudadanos sin necesidad el uso de la violencia, es decir, cuando la ciudadanía reconoce la autoridad de los mismos y aceptan su acción de gobierno. Esto se da cuando existe un consenso mayoritario por parte de los miembros que componen una comunidad política de que ese Gobierno es el encargado de ejercer tal autoridad. Además, es un uso extendido la acepción de que esta legitimidad política en democracia se adquiere en las urnas. En ese sentido es obvio que el origen de un Gobierno elegido en las urnas, al ser las elecciones el mecanismo establecido y aceptado por todos como válido, es perfectamente legítimo.
No obstante la legitimidad no es una potestad que se otorga y, una vez obtenida, todas las acciones que se hagan gozarán de la misma. La legitimidad es un concepto dinámico y bidireccional que va unido a todas y cada una de las acciones del Gobierno. Entenderla de otra manera sería propio de concebir de una forma estática una democracia que sólo podría ejercerse cuando existan elecciones. Sin embargo la democracia, como su nombre indica, debería ser el gobierno del pueblo, no el mecanismo por el que se ponen en práctica.
En la práctica democrática, para adquirir esa legitimidad, los partidos políticos se presentan a las elecciones con unos programas electorales en el que se recogen las medidas y propuestas a realizar en el caso de resultar elegidos. La ciudadanía ejerce el voto considerando estos programas que adquieren de esta manera el carácter de contrato electoral entre representantes y representados. Una vez obtenido el poder el Gobierno legítimo deberá poner en práctica ese programa. Lo contrario sería un fraude electoral y pondría en cuestión la legitimidad del Gobierno. Pensemos en la figura jurídica de un contrato cualquiera. Si por cualquier motivo una de las partes no cumpliera lo pactado la otra podría denunciar la validez del mismo. Sería ilegitimo que una parte que no cumpla pidiera el cumplimiento del mismo a la otra. Esta comparación en el ámbito político conlleva que el incumplimiento reiterado del programa electoral por parte de un Gobierno supone la pérdida de legitimidad por ejercicio, creándose en la ciudadanía una desvinculación con ese Gobierno al que había votado previamente. El Ejecutivo perdería su legitimidad por el ejercicio indebido de sus medidas de gobierno. ¿Podría ejercer el poder indebidamente contra sus ciudadanos un Gobierno elegido legítimamente? Es obvio que no, y en la historia hay claros ejemplos de ello.
A esto se remite Rajoy con sus declaraciones, pero se remite solamente al origen legítimo de su Gobierno. Omite como ha ido perdiendo esa autoridad, que ahora es cuestionada por los ciudadanos y ciudadanas. Su Gobierno no sólo no ha cumplido su programa electoral sino que ha hecho justo lo opuesto del contrato electoral con el que se presentó a las elecciones. Estamos ante un caso claro de fraude electoral y una pérdida de legitimidad por ejercicio. En democracia no se puede acceder al poder utilizando mentiras para obtenerlo. Basándose en el “me veo obligado por las circunstancias a incumplir mi programa” Rajoy ha tirado por tierra el compromiso adquirido con más de 10 millones de personas que lo votaron. Ganar las elecciones te otorga la autoridad para gobernar pero no derecho de pernada.
A esta situación habría que añadir una pérdida de legitimidad personal. Sólo hace falta ver los resultados obtenidos por Rajoy en las valoraciones del CIS. Las sospechas cada vez más cerradas sobre su persona de supuesto cobro de sobresueldos, la financiación ilegal del PP y la corrupción que le rodea hacen que la conducta ética y moral que se presupone de un Presidente de Gobierno quede en entredicho y, por ende, su autoridad política. Y eso está pasando actualmente, sólo es cuestión de querer verlo o, en su caso, obviarlo. Porque la legitimidad adquiere su significado no sólo desde la perspectiva del que ejerce la autoridad sino también desde quien la obedece, la ciudanía. La legitimidad se otorga de la misma manera que se quita porque, no debemos olvidarlo, la soberanía recae en el pueblo.
En definitiva, nuestro Presidente o bien hace un uso restrictivo de la democracia y la legitimidad que la sustenta o se queda en un mero formalismo de entenderla como sinónimo de legalidad. Dicho lo cual podría perfectamente acogerse a una prerrogativa individual perfectamente legítima y legal: la dimisión. Los ciudadanos y ciudadanas se lo agradecerían.