Lo había venido a llamar Antonio su santa madre, Filomena Rendueles, cuya vida malandrina despojó, sin remedio, del tratamiento de ‘doña’, y es de suponer que no sólo fue hermano de golfos -aunque él sería el más destacado de todos, y el único con derecho a mote-, sino también hijo, porque en 1905, en edad adolescente, fue detenido por primera vez… junto a Filomena. El tuertu’l Llano, como le llamaban desde tiempos inmemoriales por cierta característica física, fácil de imaginar, de la que no conocemos las causas, estaría destinado a convertirse en uno de los rateros más famosos de aquel Gijón de principios de siglo y en protagonista, genio y figura por montera, de la última serie de fugas de la vieja cárcel de Cimadevilla, cuando ésta estaba ya a punto de ser clausurada.
Pasadizo exterior de la vieja cárcel de Cimadevilla. Principios de siglo XX
Ocurrió, la primera vez, en 22 de octubre. Año 1908. Antonio Fernández Rendueles, el tuertu’l Llano, había aprendido las malas artes del robo de sobeos (las cuerdas con las que se ataba el ganado a los carros, y con las que, por aquel entonces, se hacía negocio) de la mano de otro ratero famoso cuya vida tocará contar en otra ocasión: Casimiro Simón Ordieres, el Meruca. Meruca fue su maestro en las lindes del robo y de la fuga de prisiones, aunque, para esta última labor, los presos gijoneses no habían de estar muy experimentados. La vieja cárcel era un reducto de inmundicias que se caía a trozos, pero aquello no lo sabía, por octubre, el Tuertu, que eligió otra forma más peligrosa para escapar: solicitó, estando en prisión, ir a hablar con el jefe de la cárcel, Manuel Marín, para preguntarle si el juez iba a ir ese día a preguntarle por su causa. Era una excusa. Al salir del despacho del director hacia su celda, y en un ligerísimo despiste del vigilante, puso pies en polvorosa, escapándose por las escaleras y “salvándolas de dos saltos“, narra EL NOROESTE al día siguiente, “haciendo caso omiso de las voces de alto que le daba el centinela”.
La policía desesperó buscándole sin éxito: el zagal, de piernas jóvenes, había ido a esconderse a la famosa cueva del Raposu, hoy desaparecida precisamente por efecto de esta fuga: a finales de octubre, el alcalde gijonés decidió cegarla al saber que, tanto el Meruca en su día como ahora el Tuertu, la habían utilizado para esconderse de la policía.Romepolas y subida al cerro Santa Catalina, principios del siglo XX. Muy cerca estaba la cueva del Raposu.
“En la tradición gijonesa tiene esa cueva un lugar preferente”, se lamenta, no sin ironía, Adeflor en EL NOROESTE del 29 de octubre. “No hay viejo lobo de mar, ni burgués acomodado, paseante perpetuo de esta villa, ni moza alegre, ni galán resuelto, ni truhán chico o grande que no conozcan esa oquedad misteriosa llamada del Raposu. (…) ¡Piadosa cueva, nido amoroso de pasiones“ -hagámonos una idea de otras de sus utilidades- “tú fuiste escéptica, tú eres inmortal, aunque el alcalde te ciegue!”, se despide el simpar joglar gijonés. Para cuando lo escribió, para cuando la cueva del Raposu fue cegada, el Tuertu ya había sido cazado y encerrado de vuelta, y su leyenda acababa de nacer. El Tuertu pasó los cuatro días de fuga de bar en bar, jactándose de su huida y albergándose en la casa de huéspedes del Gaiteru de Pumarín. Decían que, al ser informado de que policías de paisano estaban buscándolo, el Tuertu había contestado que “nun le daba más”. “A todos los conozco bien, y a los civiles por los bigotes.” Y debía tener razón, en tanto en cuanto en aquellos momentos pasaron unos por la acera del otro lado y él puso pies en polvorosa. Aquella vez lo delató, curiosamente, una pila de rozu, de estro, en la que se ocultó de la policía dentro de la casa de huéspedes del Gaiteru de Pumarín. Los agentes, alertados porque una de las camas de la pensión estaba aún deshecha y caliente, comenzaron a oír crujidos en una pila de estro. Allí dentro, escondido por los caseros, estaba Rendueles.
El 18 de diciembre se escapó de nuevo, en esta ocasión aprovechando la conducción que, semanalmente, había de hacer hasta el correccional de Oviedo. EL COMERCIO ya lo definía como “afamado ratero” al contar su azaña: uno de los guardias había quedado junto a la escalera, guardando los caballos, y el otro subió a esposarle. Pero Rendueles, con su proverbial facilidad para deshacerse de las esposas, se las desabrochó silenciosamente y, ya en la calle, echó a correr en dirección a Campo Valdés. Primer golpe: la cueva del Raposu, sellada. Aún así, el Tuertu consiguió despistar a la policía y corrió, como alma que lleva el diablo, hasta la punta de Liquerica. “Desde el día de su fuga”, dice EL COMERCIO del día 22, “anduvo por un lado y por otro, de taberna en taberna, de lupanar en lupanar, hasta que, viendo la imposibilidad de hacerse con dinero”, ¡atención!, “decidió reintegrarse a la prisión.”
Calles de Cimadevilla. Primer tercio del siglo XX.
No le duró mucho. Protagonizaría su tercera fuga de prisión, esta vez acompañado, tan sólo cinco días después. EL COMERCIO denunció, tras tanto pitorreo, el estado de aquella prisión de la que era tan fácil escapar: “A decir verdad, no nos ha sorprendido la noticia, porque dadas las condiciones de seguridad que ofrece el inmundo y ruinoso zaquizamí de la calle de Recoletas, y lo difícil que se hace la vigilancia lo mismo en el interior que en el exterior de la prisión, por razones que nadie ignora, lo extraño es que esta clase de sucesos no se repitan con mayor frecuencia.” ¡Ni que fuera poca! La cuestión está que, según narra el periodista, no era fácil abrir un boquete en las paredes de la vieja prisión, incluso con las propias manos. Y así ocurrió. Manuel Marín descubrió el percal al ser avisado por los guardias de que los presos andaban en actitudes extrañas, dirigiéndose todos hacia un cuartuco que, antigua barbería, hacía las veces de almacén de patatas viejas para el rancho diario. Allí estaban, efectivamente, en fila india, ordenados y armoniosos, varios de los rateros más afamados de aquel Gijón de principios de siglo: el Pecín, el Vizcaíno, el Tremendu… a Cristobal Renduéles, Balín, protagonista cuatro años atrás del brutal asesinato de una mujer en El Llano, lo pillaron con las manos en la masa, encaramándose a un saco de patatas para intentar escabullirse por un boquete que alguien había abierto en una de las paredes. A Rendueles, a su maestro Meruca y al que más tarde se descubrió como agujereador, Manuel Fernández, el Golfu, no les pudieron echar el guante. Saltaron, boquete mediante, al tejado de una casita de planta baja estratégicamente situada bajo la vieja torre. También había huído, en medio de todo el trance, Marcelino Rodríguez, el famosísimo Chorín chico. Éste se presentaría en prisión al día siguiente: sólo quería, aseguraba, ir a darle un último beso a su padre, el primero de la famosa saga, que había muerto el día de Navidad.Al fondo, la cárcel de Cimadevilla. Sobre el tejado de una de estas casas saltarían los fugados. Sobre 1900.
Días después, el guardia Francisco Escarzo consiguió capturar al Golfu y vio cómo Meruca y Tuertu, profesionales del lumpen, se le escapaban corriendo. Nadie daba crédito a las fugas de unos delincuentes que, al cabo de unos días, volvieron a presentarse en la prisión, cuando el hambre apretaba ya. Tampoco EL NOROESTE del día 28: “No se comprenden estas fugas tontas, porque al fin y a la postre, si no se les captura, ellos mismos vuelven al caduco ex palacio de Munuza. (…) Indudablemente debe ser cuestión de chiquillos. (…)” Dirían los criminales, hipotetiza EL NOROESTE, cosas como:
“– Vamos a escapanos.
– Hala.
Y allá van los dos camaradas, lo más refinado que aletea por los muelles, al acecho de lo que esté al alcance de sus rapaces manos.“
Las fugas de 1908 no fueron las últimas hazañas del Tuertu, aunque sí las más sonadas y las que le dieron la fama. Fue detenido, claro, en multitud de ocasiones más, aunque parece, más adelante, el matrimonio le amansó. En agosto de 1909 compartió prisión -esta vez en el Coto, la reluciente prisión nueva, de la que ya no era tan fácil zafarse- con su hermano Simón. El Tuertu estaba acusado de resistencia a la autoridad, Simón, de robo. “Ya puede decir el Tuerto, parodiando al personaje de El Puñao de Rosas: “Ése, ése es mi hermanito”, ironizaba EL NOROESTE en unos años en los que las sagas de raterillos controlaban el Gijón más oscuro.
En 1910 protagonizó una pelea a pedradas contra Avelino Iglesias, el Chatu de Ceares. De su parte, el Tremendu y otro de sus hermanos, Manuel. Pocos días después acompañó a Marcelino, Chorín chico, en sus andanzas por las tabernas, horas antes de que éste apuñalara a su propia abuela hasta la muerte. El Tuertu, no queriendo verse implicado en un crimen que ni le iba ni le venía, puso pies en polvorosa. Una vez más. Puede que el terrible suceso le hiciera tranquilizar, porque no volvimos a saber nada de él, más allá de algunas trifulcas -que no es poca cosa- con mujeres de mala vida: en febrero de 1919, una tal Encarnación le acusa de maltratarle de palabra e intentar agredirla. Quedaba poco ya de la leyenda del Tuertu, tan efímera como gloriosa. Un año atrás, la mala vida había pasado factura a su hermano Simón, muerto muy prematuramente, con sólo 28 años de vida. ¿Tendría Antonio un fin similar? Puede que sí. Lo averiguaremos algún día, los periódicos nos lo contarán, probablemente. De momento, quedémonos con todo lo anterior, que no es moco de pavo. No era fácil, no, la vida de aquellos golfos, ni siquiera suponiendo que éstos se la hubieran buscado voluntariamente. Pero… ¡era tan emocionante, tanto!