El padre que impone que su hija de 13 años vaya al colegio cubierta con chador está lanzando un golpe de estado religioso para volver a algo similar a la España más negra y fanática, protagonizada, hasta bien avanzado el siglo XVIII, por curas trabucaires e iluminados que quemaban brujas y herejes.
Ahora aparece con soberbia de macho islamista alguien que desea destruir la dignidad de la mujer, tan lenta y dolorosamente conquistada aquí.
En nombre de sus derechos humanos y el multiculturalismo, y en países que toleraron tal chantaje, como el Reino Unido, otros machos exigen la legalización de la esclavitud, la poligamia, el burka y la ablación de clítoris.
La permisividad británica trataba de reconciliarse con los colonizados. Pero con la libertad, muchas de las antiguas colonias han vuelto al esclavismo, las guerras sanguinarias y, en algunos casos, la antropofagia.
Los españoles pueden recordar que hasta sus africanos más romantizados, los saharauis, cazaron esclavos durante siglos, hasta ayer mismo. Son los negros que esconden, pero que poseen aún como sirvientes.
Las culpabilidades occidentales, por tanto, deben ajustarse a la realidad de la inevitable mundialización de los derechos y los deberes de ambos sexos, y de su igualdad de oportunidades.
Pero lentos y seguros los islamistas siguen avanzando en nuestro mundo.