Revista Opinión
Esos estirados caballeros que sufren por estar sentados donde nunca creyeron que iban a estarlo son una representación de aquellos expertos en finanzas que nos acusaban, a quienes vivimos sólo del sueldo que ganamos a duras penas, de vivir por encima de nuestras posibilidades y de tener que trabajar más y ganar menos mientras ellos dilapidaban lo que no estaba en los escritos en lo que les daba la gana y sin declarar al fisco. Son prebostes de la banca, empresas, política y sindicatos que compartieron mesa en el consejo directivo de la entidad que más dinero público ha necesitado, en toda la historia de la banca española, en ser rescatada.
Lo del rescate es un eufemismo cuando en realidad se ha procedido a nacionalizar sus pérdidas, es decir, se le ha regalado dinero público para sanear una quiebra. Y gran parte de esa quiebra fue debida a la actuación de estos que se sientan en el banquillo de los acusados. Miradles los ojos, parecen corderitos, pero son lobos con piel de cordero. Tienen distintos grados de culpa. Unos, por tirar de tarjeta “opaca” con la que obtenían un sobresueldo generoso para gastos “personales”, que bien podían tildarse de profesionales, profesionales en lo que ellos son expertos: en birlar el dinero de los demás para engrosar sus cuentas y egos en abundancia. Unos cuantos millones de euros en peluquerías, alcohol, joyas y viajes, como si su trabajo valiera semejante dispendio (dispendio, otro eufemismo que sustituye al término exacto: robo).
Y dos sujetos de entre ellos, Miguel Blesa y Rodrigo Rato, por ser los diseñadores del quebranto patrimonial del banco y de la estafa a los españoles, con una salida a bolsa basada en una contabilidad más falsa que Judas, y por permitir y extender como directores de la entidad un instrumento –las tarjetas Black- con el que comprar las voluntades de sus compinches en el consejo de administración. Ellos solitos, con el silencio cómplice de quienes se sientan a su lado, hicieron con su gestión al frente de la segunda caja de ahorros más importante de España –Caja Madrid-, luego convertida en banco –Bankia-, la mayor quiebra jamás producida en el mundo financiero español.
Miradlos bien, se sienten indignados de tener que sentarse a la vista del público y ser acusados de, como poco, avariciosos. Creen que el detalle de sus gastos, desglosado para evidenciar el descaro del delito, atenta contra su dignidad en tanto exhibe la inmundicia de la que están hechos y la calaña con la que se relacionan. Son encorbatados gorrillas que atracan los ahorros que los españoles depositaron en su banco, al que tomaron por asalto gracias al amiguismo político e institucional de un sistema que premia a sus más ilustres bandoleros en puestos de libre designación y mejor remuneración. Retornan a una actividad “civil” preparada con los favores que se deben unos a otros y gracias a unas amplias relaciones políticas que amortizan así su desvelo por lo “público”.
Reconozco que el titular es injusto porque compararlos con los gorrillas es una ofensa para los gorrillas, pues estos malviven pidiendo una ayuda a los conductores por limpiarles los parabrisas, indicarles un aparcamiento libre y gratuito o venderles unos pañuelitos de papel en los semáforos. Hacen, al menos, un trabajo que nadie les solicita y suplican una contraprestación que les permita sobrevivir. Pero los de la foto no te ofrecen nada por desvalijarte. Se quedan con tu dinero al creerse más listos que nadie y no tener el más mínimo escrúpulo de robar, engañar a Hacienda y, si se tercia, pedir una indemnización si no les dejan seguir saqueando instituciones y bancos.
Ahí sentaditos, todos juntos, ponen esa jeta de dignidad mancillada con la que en silencio miran al tendido y guardan el tipo. Confían en el trabajo de su pléyade de abogados y picapleitos para salir indemnes, cuando la condena del público es ya notoria: son simples chorizos cazados por su avaricia. ¡Mira que podían hacer lo que quisieran!, pero ese ego enfermizo que los caracteriza les hizo aceptar una tarjeta con la que podían sentirse como reyes, reyes del despilfarro y el dispendio, sin mengua de sus astronómicos sueldos. Ahí están, todos juntos sentados más serios que en un velatorio: velan su avaricia. Darían pena si ellos no fueran culpables, con otros muchos, de nuestra pobreza.