Me acuerdo de la primera grabación que hice. Fue en una radio-grabadora portátil de cassette. Después de jugar con play y record, teclas que debían ser oprimidas simultáneamente, grabé un episodio entero de Los Picapiedra, en las que éstos y los Mármol discuten por equis razón y sus hijos —Peebles y Bam-Bam— deciden irse de sus casas para poner fin a la disputa. A pesar de su corta edad, o no sé si por obra de los encargados del doblaje, pero lo cierto es que se podía entender ligeramente lo que decían ambos críos. Cuando se van, Peebles, gateando y atrás de Bam-Bam, algo le pregunta a él, y éste responde una frase que en mi memoria suena a: "Yo voy a Kisibi". Sobra decir que el final era predecible. Los niños son hallados por sus acongojados padres, quienes se dan cuenta de sus errores, prometen ser mejores y bla bla bla...
Al terminar la grabación, me di cuenta que en el cassette de treinta minutos en cada lado cabía entero el programa, sin comerciales, porque duraba veinte (algo enorme, un programa que era visión, sonido y ritual, entraba sin problema en algo pequeño, una cinta de plástico), pero lo más importante fue descubrir que mi oído activaba a otros sentidos y ya no era necesario esperar a las cinco treinta de la tarde para acercarme al tema de The Flintstones. Escuché el programa a las ocho treinta de la noche, ajeno a lo que daban por la televisión. Y volví a él, asombrado y bajo las cobijas a las once de la noche y una vez más en la madrugada. Sentí que podía, por vez primera, detener el tiempo, guardarlo y transportarlo. Tenía yo diez años.