Edición:Lumen, 2015 (trad. Ana María Bejarano)Páginas:176ISBN:9788426402028Precio:17,90 € (e-book: 10,99 €)Leído en la edición en catalán de Edicions 62 (trad. Roser Lluch i Oms, 2015).
Ningún lector informado debería sorprenderse si, allá por el mes de octubre, anuncian que David Grossman (Jerusalén, 1954) ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura. El escritor israelí, autor de obras como El chico zigzag, La vida entera o Delirio, cuenta con un gran reconocimiento internacional y ya ha recibido numerosas distinciones. Además, es un activista por la paz junto a sus compatriotas Amos Oz y Abraham B. Yehoshua. En estos momentos, Gran Cabaret(2014), su novela más reciente, que se ha publicado hace poco en inglés pero ya lleva un par de años traducida al castellano —de hecho, su traductora, Ana María Bejarano, recibió el Premio Nacional a la Mejor Traducción por este libro: basta leer unas líneas de su estilo complejo y lleno de matices para comprender la magnitud de su trabajo—, se encuentra entre los títulos finalistas al prestigioso Premio Man Booker International, que se fallará el próximo mes de junio. Con esta novela, hace un ligero cambio de registro, aunque conserva intacta su capacidad para penetrar en lo más recóndito del alma.La acción de Gran Cabaret se desarrolla en un teatro de Cesarea, una localidad israelí. El narrador es un juez jubilado, viudo desde hace poco tiempo, que acude a la sala para ver el espectáculo de un amigo de su infancia, Dóvale, por deseo expreso de este, que se puso en contacto con él con una extraña petición: que le contara lo que viera en el escenario, ya que como juez tiene la capacidad de juzgar a los demás. Un tipo peculiar, Dóvale. De niño solía andar con las manos, y terminó convirtiéndose en cómico. Solo que lo que presencia el narrador no es un show humorístico al uso: en medio de su actuación, Dóvale comienza a hablar del primer entierro al que acudió. Un tema poco divertido, ¿verdad? Todavía lo es menos cuando relata que el entierro era de su padre o de su madre; al comunicárselo, no le dijeron quién de los dos habría muerto y él se pasó todo el trayecto cavilando; una imagen lúgubre, la de un muchacho regresando a casa con esa angustia. Dóvale comparte esta experiencia mezclándola con chistes, mientras contempla cómo las butacas del público se van vaciando. En realidad, la «broma» de este espectáculo tan extraño es él mismo, Dóvale. A partir de la historia del entierro, rememora sus raíces, su infancia dura, los episodios trágicos de su vida. Los espectadores que acudieron en busca de entretenimiento fútil se marchan indignados, pero hay algo hipnótico en el monólogo de Dóvale, en su humor negro, en lo grotesco de ese número que pasa del chiste a la herida más profunda. Este hombre que se abre en canal interpela a los pocos que permanecen pendientes de él, como su viejo amigo. La pérdida de Dóvale entronca con el duelo del narrador por su esposa. Hay otra conocida, una mujer enana, a la que llama Euriclea, como la que reconoció a Ulises por su cicatriz: ella le reprocha que ha cambiado, que antes era bueno. El particular descenso de Dóvale a los infiernos lo ha convertido en un ser patético; su «derrota» como humorista en esta actuación que el público rechaza simboliza de algún modo su decrepitud, su caída a los abismos. Él no solo no la evita, sino que se regodea en ella, como la persona que ya no tiene nada que perder.
David Grossman
Gran Cabaretva mucho más allá de lo que cuenta el cómico. El acierto de elegir como narrador a un amigo distanciado de él que acude a verlo sin saber qué esperar subraya las costuras del discurso de Dóvale: en lugar de un monólogo a secas, la novela dialoga con la mirada del compañero, que presta atención a sus gestos, sus miradas, lo que no cuenta, las emociones que se insinúan tras la fachada. Lo mismo ocurre con la mujer enana, de quien no se sabe qué la unió al protagonista. Grossman, como siempre, domina el lenguaje y sus ambigüedades de manera prodigiosa, esta vez para plantear con astucia un juego oscuro en el que el humor se mezcla con la tragedia, y no para suavizarla, sino para mostrar que lo burlesco en sí mismo también puede resultar tétrico, desconcertante, doloroso (en ocasiones, no hay nada más triste que una comedia...). En el lector, como en los espectadores, provoca un efecto turbador. No es un libro sencillo, los libros de Grossman nunca son sencillos, ni por la forma ni por el fondo; aun así, quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo, quien esté dispuesto a quedarse en la butaca a escuchar, obtendrá su recompensa con esta incisiva inmersión en la decadencia humana.