Pintura de HERMANN SEEGER
Gratuidad no es lo mismo que gratitud; ni siquiera suelen darse juntas y las más de las veces de la primera no se deriva la segunda, para aflicción nuestra.
Tengo una prima nacida poco antes que yo, Ángela, a la que considero referente en muchos aspectos. Ella me recuerda muchas veces que las mejores cosas de la vida son gratis. Cuando pienso en que algún día, llegada mi hora, lo perderé todo, estoy en mejores condiciones de apreciar que tiene razón. No hay despertador más efectivo que la consciencia del final, ni ventana más clara para mirar el mundo con otros ojos y darse cuenta de su gratuidad.
Algo tan simple como entrar en casa y que haya alguien esperándome. Oír una voz amada aunque sea para soltarte un chascarrillo. Ese pequeño gran milagro que doy por hecho, tan sólido como para sustentar una vida, tan frágil que un solo mal instante puede quebrar para siempre. Será ese día que uno de los dos entrará en casa y el otro no estará, ni vendrá más tarde, porque de donde ha ido no podrá volver.
Si puedo pedirle un don a la Vida, uno más de los que ya me ha dado, sería el don de una gratitud constante para valorar el milagro de lo gratuito. Escapar a esa maldición de pasar por su lado sin mirarlo apenas. Todos sabemos lo que pasa con lo que se ofrece gratis. No, la gratuidad que llega a nuestras vidas casi nunca recibe nuestra gratitud. Estamos demasiado distraídos. Nuestra mente languidece embrutecida y nuestra alma, embotada, se adormece.
Nada puede superar en valor a lo efímero, precisamente porque su esplendor perece. No hay que entristecerse, no obstante, pues la vida es generosa: nos trae constantes regalos y se sucederán otros esplendores si sabemos verlos. Están ahí cada día, y son gratis. Solo necesitamos una mirada fresca y agradecida para disfrutarlos, y un dispuesto paladar de sencillez exquisita.
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