Los días del caminante son más largos, y también sus sueños, de mayor intensidad y verdad. Basta recostarse bajo la sombra de una roca y abrir los oídos, topar con la eternidad de las piedras o sentir el peso del Sol, para que los pensamientos, como los pasos, adquieran una gravedad inusitada. El camino, como la Luna de las noches eternas, aplaca cuanto hay de diferente en las cosas, en sus historias y proyecciones, restituyendo el mundo humano por una amalgama de sensaciones que nos aproxima a la eternidad. Deja fuera, como la piedra imantada de Tales, cuanto no forma parte de sí.
Caminar es experimentar esas realidades que insisten, sin hacer ruido, humildemente -el árbol que crece entre las rocas, el pájaro que acecha, el arroyo que sigue su curso- y sin esperar nada. Caminar acalla de pronto los rumores y los lamentos, pone fin al interminable parloteo interior mediante el cual juzgamos sin cesar a los demás, nos evaluamos a nosotros mismos, recomponemos o interpretamos (Frédéric Gros, Andar. Una filosofía)