En 1895, Auguste y Louis Lumière colocaron una cámara a la salida de una fábrica en París. Durante menos de un minuto, en una secuencia básica, imperfecta y, por supuesto, en blanco y negro, unos obreros desfilaban tras completar su jornada de trabajo, sin saber, seguramente, que estaban formando parte de un milagro. Esa escena constituía el nacimiento del cine o, lo que es lo mismo, la forja de un arte destinado a recrear, y no dibujar ni escribir, lo que vagamente se conoce como realidad. 118 años después, Alfonso Cuarón coge la cámara de los Lumière, y se la lleva -nos lleva- literalmente de paseo por el espacio.
La falta de paciencia quiso enterrar el 3D antes de conocer sus infinitas posibilidades. Tras el ya lejano estreno de aquel prodigio visual llamado Avatar, Hollywood se volvió loco, fue víctima de prisas y especulaciones, y convirtió la técnica tridimensional en un lamentable lavado de cara de sus películas más efectistas. Un proceso que ha aburrido al público hasta el punto de preguntarse si toda esta amalgama de artificios servía para algo. Poco a poco, y hasta llegar a las inenarrables sensaciones que proyecta Gravity, cineastas como Martin Scorsese (La Invención de Hugo), Werner Herzog (La Cueva de los Sueños Olvidados), o Ang Lee (La Vida de Pi), han ido descubriendo que el 3D, como concepto, abre puertas jamás imaginadas para el séptimo arte. ¿Podemos hablar ya de un cine sensorial? ¿Está el propio cine adentrándose en un sendero que nos puede llevar a sentir físicamente (ya no ver o escuchar) la interminable historia que lleva más de un siglo susurrándonos al oído?
Gravity empezó a deslumbrar antes de nacer. Tal vez sea por poner a nuestro alcance uno de los más soñados desafíos del ser humano: ver el planeta desde fuera, flotar, ser libre hasta un punto inalcanzable en la Tierra. Todos hemos imaginado alguna vez cómo sería quedarnos desamparados, levitando en la ingravidez, en medio de una desasosegante oscuridad en la que nadie nos podría escuchar. La obra de Cuarón nos permite acercarnos a esa sensación de un modo casi milagroso. Hasta ahora, el cine se había conformado con recrear la ingravidez. Desde el vals de 2001, Una Odisea en el Espacio hasta la hermosa escena en la que Wall-e persigue a Eva por el espacio a golpe de ráfaga de un humilde extintor -secuencia que, por cierto, Cuarón "homenajea" sin pudor alguno-, el cine nos había mostrado un cada vez más perfecto retrato de esa sensación tan mística e inalcanzable. Gravity da un paso adelante, y nos lleva a un estado de hipnosis que nos permite sentirla en nuestra propia piel.
Si Gravity es una historia pura y dura de supervivencia, podríamos construir una analogía y analizar la propia supervivencia de la película ante sus propias limitaciones. Gravity constituye, ya lo hemos dicho, un milagro técnico, visual y sensorial. Y lo hace a pesar de un discreto guión -que, por suerte, pasa casi sin ser visto-, basado en la reiterativa manía de construir un pasado a la medida de toda acción heroica e imposible. Y también a pesar de descansar sobre los hombros de una actriz tan discutible como Sandra Bullock. Tal vez sea uno de esos casos en los que nos preguntamos hasta qué punto el futuro del cine está ligado a la narrativa. ¿Puede una película alcanzar tantas cotas a pesar de? ¿Puede haber poesía sin verso?
Volvemos al inicio de esta crítica. 1895. 118 años. La temprana edad de un arte aún en la pubertad. Un milagro que comienza a derribar puertas, a abrirse camino, a prescindir de la narración y recuperar el sueño de los hermanos Lumière: Hablar a través de las imágenes; activar un mecanismo sensorial que nos libere de los códigos establecidos y nos acompañe a través de un nuevo lenguaje destinado a alcanzar cotas imposibles para otras expresiones artísticas. Lo sabían Kubrick o Antonioni. Lo saben Lynch o Malick. Y el 3D no es más que un paso adelante, un nuevo idioma que no debería cambiar el cine, pero sí convivir con él, al menos para impedir una renuncia a la que los que amamos el cine y su incesante crecimiento como arte no queremos aceptar.