Revista Cultura y Ocio

Grecia, argentina y el patrón oro

Por La Cloaca @nohaycloacas

Publicado por José Javier Vidal

Grecia, 2015; Argentina, 2001; y el patrón oro. Dos países distintos y distantes y un concepto económico que los une. De los dos principales recursos de política económica con los que cuenta cualquier Estado – la política fiscal y la política monetaria – , ambas naciones renunciaron a la segunda. El país europeo abandonando incluso su moneda nacional y el hispanoamericano haciendo del peso un mero signo del dólar. Aplastados por una enorme deuda externa y sin posibilidad de darle a la máquina de imprimir billetes, el sistema argentino se derrumbó, entre enormes convulsiones sociales, en diciembre de 2001; y el griego se encuentra al borde del colapso.

Antes de entrar a relatar cómo la convertibilidad argentina desembocó en la catástrofe de 2001 – disturbios generalizados, cuatro presidentes en diez días y un país en descomposición – conviene aclarar cuál es la naturaleza de la relación entre deuda pública y el privilegio estatal de emitir moneda. Explicar por qué un Estado que se haya reservado el derecho a emitir sin cortapisas su propia moneda es imposible, si no quiere, que quiebre, al menos abiertamente, en la divisa nacional. Deuda pública, deuda externa y emisión de moneda son conceptos clave en esta historia.

La deuda pública es el dinero que el Estado toma prestado de los particulares, nacionales o extranjeros, con el compromiso de devolverlo en un determinado plazo. La deuda externa es el dinero que los agentes de un país – Estado, empresas o familias – pide prestado a instituciones extranjeras. Ni toda la deuda pública es externa, ni toda la deuda externa es pública. Esta distinción es fácil de entender. Sin embargo, a veces parece que hay medios de comunicación y “analistas” que no lo tienen tan claro.

La deuda pública, en tanto esté en manos de nacionales, es un préstamo que una sociedad se hace a sí misma. Tiene un componente intergeneracional indudable y repercusiones económicas en absoluto desdeñables, pero, mientras no sea un préstamo del exterior, no supone ninguna relación de dependencia para el país. Esa es una de las razones de que, por ejemplo, la deuda pública japonesa, más del 200% del PIB, no cause gran preocupación internacional. En el peor de los casos, sería un problema casi exclusivamente japonés. No hay que detraer recursos nacionales para hacer pagos al exterior y, muy especialmente, a Japón siempre le quedaría la posibilidad de emitir la cantidad de dinero suficiente para atender sus pagos.

Cuando ese dinero se le debe a prestamistas extranjeros en moneda también extranjera, la cosa cambia. En este caso, la deuda, además de intergeneracional, es una obligación de los agentes internos con los externos. Ahora sí que tendrán que salir del país recursos en pago de los compromisos adquiridos. Y, claro, si el país no dispone de esos recursos, de divisas, se producirá una situación de impago, de quiebra. El Estado ahora no puede hacer la “trampa” de imprimir los billetes que necesite para atender sus pagos. No puede porque esos billetes extranjeros, las divisas, son emitidos por otros Estados.

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El patrón oro significa, en esencia, precisamente eso: que una Estado renuncia a tener una moneda propia. Ese Estado abdica de esa función propia de la soberanía, la emisión de moneda, y la confía a agentes externos, bien sea a los descubrimientos mineros o a otros Estados cuya moneda, directa o indirectamente, adopta.

El patrón oro, en sentido estricto, consiste en establecer como moneda de un país el oro. Los billetes no pasan de ser un mero signo de aquél, se introducen para facilitar el tráfico económico – es más cómodo llevar en el bolsillo papeles que lingotes o pepitas de oro –pero no los sustituyen. Los billetes, esto es clave en el sistema, serán siempre pagaderos, convertibles, en oro. Si no hay oro, no hay dinero. Y si no hay dinero, la economía no marcha. Se deprime, entra en recesión. Esto es teoría monetaria que tendremos oportunidad de tocar en otra ocasión. Baste, por el momento, que nos quedemos con esta idea: el patrón oro es un sistema monetario de eficacia antiinflacionista indiscutibe pero puede resultar muy contractivo para la economía.

El patrón oro fue la clave sobre la que reposó el sistema monetario internacional durante todo el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Después de la Segunda Guerra Mundial se desmontó progresivamente hasta desparecer casi por completo. Pero surgió algo nuevo: la convertibilidad. No todas las monedas son iguales. Unas inspiran confianza y otras, no. Estas últimas generan inflación, en ocasiones hiperinflación. Como en Argentina en los setenta y ochenta. En 1989, el IPC argentino superó el 5000%. No, no hay ningún error. Los precios crecieron ese año un fabuloso 5000%. Cuando un país llega a ese punto, en la práctica se ha quedado sin moneda. La gente evita la moneda que se deprecia, que no tiene valor, y ahorra en una divisa “fuerte”, en el caso de Argentina, el dólar. El gobierno argentino, para acabar de raíz con la hiperinflación recurrió a un expediente infalible: ligar de manera absoluta la moneda nacional a la moneda extranjera que merece confianza. En otras palabras, el país renuncia de facto a una divisa propia y adopta una extranjera. ¿Cómo lo hizo Argentina?. En 1991, se aprobó la Ley de Convertibilidad, en virtud de la cual, a un cambio de un peso, un dólar, no podrían emitirse más pesos que dólares hubiese en cada momento en las reservas del Banco Central. Nótese que, en esencia, se trata de un patrón oro en el que las veces del metal las hace la divisa fuerte, en este caso, el dólar. Argentina había hecho del dólar su moneda.

La inflación acabó de inmediato y la economía funcionó bien mientras los precios argentinos, en comparación con los de sus competidores, fueron competitivos y en el país, bien en forma de inversiones, bien en forma de préstamos, entraban dólares. Había dinero y la economía crecía. Así, con algún sobresalto, la cosa fue más o menos bien, hasta 1998. Ese año la pérdida de competitividad de la economía argentina era evidente. Mientras la moneda de sus socios comerciales se depreciaba, la suya, que era, en realidad, el dólar, se mantenía. El resultado: sus productos se encarecían, sus empresas perdían mercados exteriores e incluso interiores, fábricas que se cierran y gente al paro.

En un país con moneda propia, el gobierno podría haber intentado revertir la situación emitiendo moneda – política monetaria expansiva – para “engrasar” la economía con medios de pago. Pero Argentina no podía. El sustitutivo, durante un tiempo, fue captar recursos del exterior, lo explicábamos antes, en forma de inversiones directas – privatizaciones – y préstamos. Cuando los inversores extranjeros empezaron a temer que Argentina no pudiese cumplir con sus compromisos, cesaron de proporcionar crédito. El miedo cundió y empezó la fuga de depósitos. Las reservas de divisas caen y la situación se agrava. La posibilidad de que Argentina no pueda atender los vencimientos de su deuda se hace real. Pide ayuda al FMI y al Estado español que preparan un programa de rescate, “blindaje” lo llamaron ellos: Préstamos por valor de más de 40.000 millones de dólares a cambio de “recortes” y “reformas”. ¿Suena esto?.

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Aún así, el sistema financiero argentino se sigue desangrando y el “superministro” de Economía, Domingo Cavallo, intenta salvarlo a la desesperada. Establece el “corralito”. Es el 1 de diciembre. Mensualmente no se pueden retirar más de 1.000 pesos o dólares en efectivo. Así se pretende que la banca no se quede sin reservas. Pero esto lo que genera es más desconfianza y, por añadidura, un mazazo a la economía sumergida, muy importante en Argentina.

La situación se hace insostenible. El 19 de diciembre empiezan los disturbios y los asaltos a supermercados. El 20, el presidente De la Rúa, no puede aguantar más y dimite. Sale, huye, de la Casa Rosada en helicóptero. El caos se apodera de Argentina.

Lo que vino después fueron cuatro presidentes en diez días; una devaluación del peso del 300%; el “corralón” o confiscación por el Estado de los depósitos en dólares de los ahorradores; un rebrote inflacionario; una caída del PIB en 2002 del 12% y la emigración de cientos de miles de argentinos. Y la recuperación, es cierto. Pero eso es otro capítulo de la historia. Vayamos ahora a Grecia.

Si Argentina adopta el patrón oro en su versión contemporánea de patrón divisa, en la que la moneda nacional no es más que un signo de la divisa de referencia, Grecia se deshace incluso nominalmente su moneda, el dracma, e introduce una divisa externa de hecho, el euro. La economía griega ha arrastrado siempre, entre otros, un problema de elevado endeudamiento público y, en especial, externo y otro de inflación superior a la media comunitaria. Ateniéndonos a las mismas reglas que se impuso la Unión Europea para poder participar en el euro – los famosos “Criterios de Maastricht”, Grecia nunca debió entrar en la Unión Europea. Pero, por razones políticas, lo hizo en 2002. A partir de ahí la historia que hemos visto en Argentina, se repite.

Grecia se queda sin moneda. Entre 2002 y 2010, la entrada de capitales exteriores, movidos por los bajos tipos de interés del euro y atraídos por las Olimpiadas de Atenas, animan, casi “dopan”, se podría decir, la economía y oculta el amenazante cariz que están tomando el déficit público – 15% del PIB en 2009 – y el déficit por cuenta corriente (la diferencia entre lo que gasta y lo que ingresa un país respecto al exterior) – 11% del PIB – Estalla la crisis mundial en 2008 y el dinero ya no circula con tanta alegría. El PIB empieza a caer desde 2007 y las dudas sobre la capacidad de Grecia de reembolsar su deuda externa – el 225% del PIB en 2009 – son cada vez mayores. Se descubre, además, que el Estado griego estaba falseando sus cuentas. El nuevo primer ministro socialista Yorgos Papandreu lo reconoce públicamente en mayo de 2010.

Y todo se precipita. Grecia no puede hacer frente a sus compromisos de pago. El FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo ponen un marcha un programa de “rescate”, recordemos, “blindaje” en Argentina, no se sabe muy bien si dirigido a Grecia o a los bancos acreedores, por valor de 110.000 millones de euros. A ese plan sigue otro de 130.000 millones. Y aún se está negociando un tercero. La economía griega, altamente endeudada con el exterior, poco competitiva – un tercio de sus exportaciones son aceite – y sin moneda propia, no deja de contraerse desde 2007. Ha caído más de un 25% desde entonces y el paro ha llegado a un escalofriante 26% de la población activa. Una réplica de lo que pasó en Argentina. Pero con una diferencia sustancial. El país hispanoamericano está “solo” en el mundo (bueno, está en Mercosur, pero eso no es mucho). Grecia, en cambio, está en la Unión Europea.

Y parece que, pese a todo, Europa se resiste a que su proyecto se hunda. Dando tumbos, sin ideas claras, pero da la impresión que la intención es esa. Y los responsables comunitarios tienen miedo a las repercusiones, desconocidas, que podría tener la salida de la Eurozona de uno de sus miembros. Con todas las críticas que se le puedan hacer, que son muchas, sin los programas de rescate implementados hasta el momento, un país sin moneda o sujeto a un patrón oro, como Grecia, se habría derrumbado ya al estilo argentino. Y, en mi opinión, no es descartable que acabe ocurriendo también en Grecia si las instituciones de la Unión Europea dejasen al país a su suerte. Si esto pasase, si Grecia declarase unilateralmente el impago de su deuda y abandonase el euro, las consecuencias serían, a buen seguro, casi las mismas que en Argentina: devaluación de la moneda, choque inflacionista, quiebra del sistema bancario, ahorradores muy perjudicados, caída abrupta del PIB. Y, después de la conmoción, quizá uno o dos años, la recuperación. Pero a un coste y sufrimiento terribles para los griegos.

A mi entender, el problema griego, para Europa como proyecto político, transciende enteramente lo económico. No se trata de que la economía griega tenga más o menos peso en Europa, sea más o menos relevante para el resto de los países de la Unión, sino de qué se pretende de verdad con eso que llamamos Europa. Por lo pronto, esta crisis si ha dejado algo claro es que una unión monetaria sin una unión fiscal no puede funcionar. Y una unión fiscal es tocar el hueso de la soberanía de los Estados, es hablar de Política con mayúsculas. Pero eso da para otro artículo…


GRECIA, ARGENTINA Y EL PATRÓN ORO

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