Acaba de festejarse el treinta aniversario de la firma de adhesión de España a las Comunidades Europeas pese al boicot de Grecia, entre otros obstáculos, tratando de impedir ese ingreso que ella había logrado el 1 de enero de 1981.
España tuvo que aceptar numerosas imposiciones de los países que creían que dañaría su economía.
Francia fue reticente por la competencia agrícola, pero no llegó al extremo de Grecia, que exigía recibir ella sola las ayudas comunitarias de los países ricos a los más pobres.
Ya dentro, los españoles trabajaron más e hicieron mejor uso de esas ayudas, pese a sus errores y corrupciones.
España se ha modernizado, se parece bastante poco a la de 1986, especialmente en sus infraestructuras físicas y mentales, y su renta per cápita se ha triplicado.
Grecia se quedó estancada: allí se agiganta la corrupción de ricos y pobres; además, está atenazada por un gran parasitismo de clase, laboral y religioso.
La Iglesia ortodoxa, su poder, riquezas y exigencias son una losa tremenda sobre su economía, pero también, aparte de las grandes fortunas cosechadoras de riqueza, la fuerza intimidatoria de las agrupaciones de cualquier actividad teóricamente productiva, y de los sindicatos de todo tipo de sectores y oficios.
No hay un sistema fiscal coherente, y esos sindicatos bajo gran influencia del comunismo ortodoxo llevan décadas exigiéndole a los distintos gobiernos, socialistas o conservadores, más y más mejoras sociales mientras reducían la productividad.
De ahí vienen las jubilaciones a los 52 años para oficios como los peluqueros o los locutores, y los salarios en los enormemente deficitarios ferrocarriles con sueldos de 62.000 euros para los limpiadores de estaciones.
Los griegos son pobres, pero se creen ricos, y en España podría ocurrir igual de seguir a los pablemos (pablo-podemos), fabricantes de parasitismo.
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SALAS