Greenpeace y otros ecologistas radicales han recibido un bofetón de 200 países a los que protegían de la invasión de la biotecnología después de que éstos defendieran la manipulación genética para alimentar a los 800 millones de hambrientos que hay en el mundo: quieren vegetales transgénicos para luchar contra el hambre.
Muchos años de tantas campañas en contra de los alimentos transgénicos, de manifiestos y anuncios de apocalipsis por contaminación genética, que llegaron a convencer incluso a los indígenas dirigidos por Rigoberta Menchú, han muerto esta semana en Roma, en la Cumbre Mundial de la Alimentación de la agencia de la agricultura y la alimentación de la ONU, la FAO.
La Cumbre, que había comenzado denunciando que el hambre es consecuencia de la explotación de los países ricos sobre los pobres, tornó de golpe y reconoció que esos países ricos, especialmente EE.UU., han desarrollado la biotecnología, único medio que pude producir gigantescas cantidades de alimentos.
Por el contrario, la agricultura orgánica no ha tenido el más mínimo apoyo de estos países, que han cambiado definitivamente el destino del planeta al aceptar la proliferación de los productos transgénicos.
"El mundo se ha vendido a las multinacionales de la biotecnología norteamericanas”, gritaba el presidente del Foro de Organizaciones No Gubernamentales (ONG), Sergio Marelli.
Quizás, pero los pobres se han cansado del hambre y de tantas ONG que los mantienen en el pintoresquismo tercermundista, como escaparate para sus caritativos experimentos sociales que divulgan luego en bonitos programas de la National Geographic TV.
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