Hay un propósito que casi todos los padres y madres nos hemos hecho alguna vez, y es el de no gritarle a nuestras criaturas. Un propósito complicado, mucho, pero no utópico. Gritar es amedrentar, es abusar, es una agresión. Y es una señal de falta de recursos en situaciones que me sobrepasan. Una derrota. Ya no es una cuestión de mala o buena educación –que también–. Desde muy pequeños, a Luke y Leia les hemos insistido en que no levanten la voz, que pueden y deben comunicarse con respeto y con calma, que es la mejor manera de entenderse, y de hacerse entender. Una lección que hay que afianzar cada día, pero que yo mismo no acabo de aplicarme, fallo muy a menudo, demasiado. Pero sigo aprendiendo.
Hace algún tiempo que evito levantarles la voz, pero a menudo mi carácter
«Pero no me grites, papi...»
Y me dan un hostiazo de realidad, y de humildad. Después de insistirles durante tanto tiempo en que no griten, cuando ya lo tienen asimilado y han interiorizado que alzar la voz no es lo correcto, ahora son ellos los que enseñan a mí. Me dan una lección, otra vez. Me enseñan que les duele, que quieren mi respeto y no soportan que les maltrate. Que les pone tristes, o les brotan las lágrimas y hasta el llanto cuando una de las personas que más necesitan y de las que más necesitan cariño, apoyo y comprensión, les grita.
No tengo ni idea de educación emocional, ni leo manuales sobre apego. No soy perfecto, ni muchísimo menos, soy bastante lerdo, no paso del ensayo-error y la improvisación. Pero sí sé cuando algo hace click y funciona. Y cuando no. Llamadlo una razón egoísta, cobarde, o instintiva, pero no me gusta sentir que le hago daño a mis hijos.
Hace algún tiempo que intento evitar levantarles la voz, y aún así, a veces sigue escapándoseme algún grito...
P.D.: Ya se verá si mi sordera y yo somos capaces de sacar adelante el #ViernesDandoLaNota de esta semana...
¡Que la Fuerza os acompañe!
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