Revista Cultura y Ocio

Groseros, el mundo es vuestro

Por Calvodemora
Groseros, el mundo es vuestro
En cierto modo, el mundo pertenece a los groseros. Poseen la habilidad de hacer valer lo que piensan sin que concursen otras habilidades de mayor fuste y genio. El grosero, aparte de mal hablado, es un mal argumentado. Cae en la cuenta de que zanja los problemas en los que está inmerso sin poner en danza otro argumento que el improperio, el escarnio, la mofa o el invicto insulto. El problema de insultar es que si el contrario accede a repelar la agresión con nuevos insultos es fácil recurrir a los golpes. Digamos que la naturaleza inferior (y sobre todo la naturaleza que se sabe inferior) echa mano de la grosería para vencer en el duelo dialéctico. El burdo, sobre todo si es uno con cierta capacidad intelectual, sabe que violentar el honor ajeno, en una discusión de la que parte en desventaja o sobre la que no dispone de un argumentario más eficaz, compensa su debilidad. El mordaz, el sarcástico, el que se toma a broma la discusión, no deja de usar maravillosos instrumentos del arte de la discusión, pero no se rebaja al insulto, que es (entre iguales, entre contendientes con honor) un arma repudiable. Por eso el mundo pertenece a gente como Andrea Fabra, que desde su bancada, sin que mediase dialéctica alguna, saliéndole del pecho como un alien que hubiera incubado durante dos legislaturas, prescindió del honor y de la astucia expositiva y zanjó en tres palabras su manera de abordar el asunto que se trataba en la sesión. Que se jodan no es solo un zafio modo de ofender al otro (a los parados, a la bancada socialista: es lo mismo) sino la constatación brutal de que las personas que nos representan en el parlamento prefieren el insulto, la injuria, la calumnia o la ofensa antes que el manejo racional (agresivo, exaltado si encarta) de las palabras. Además el grosero no necesita estudios. Se basta con un manojo eficaz de venenos. Con los años, según las circunstancias, los adminstrará de una forma u otra. Los habrá buenos para una cosa, un parlamento, por ejemplo, y malos para otra, una barra de un bar lleno de parados. El grosero sabe donde exhibirse.
Está visto que el mundo pertenece a los jodidos. Somos más los jodidos que los que joden, expresado todo con absoluta zafiedad ahora. Uno cree que el maravilloso mundo de las ideas y del progreso está en alza y que nos dirigimos a un mundo mejor. Sostiene que no es posible ir hacia atrás. Que los logros no se voltean en un día, pero he aquí, oh groseros del mundo, ah grandes prebostes de la precariedad, que es posible la marcha atrás, el regreso al lugar de donde venimos y del que dijimos no querer volver a saber nada. Lo que no sé, a estas alturas de la trama, en este punto de la travesía, si soy un pobre tan convencido de serlo que ni siquiera me siento ofendido con todo lo que está pasando. Si mi pobreza es soportable o debo librarme de ella sin tardar. Si la tal Fabra, ah desdichada, infeliz, criatura envenenada, al expresar lo que sentía (que se jodan) no estaba manifestando un estado general del pueblo, un sentir larvado, una mala leche súbitamente aireada que yo mismo aprecio en la calle, en el modo en que el pueblo soporta que lo zarandeen así y lo maltraten así y lo puteen así. De la tal Fabra olvidaremos pronto el apellido, si es hija de su aviador padre o si luego pidió perdón público en una fría carta que hoy publican todos los periódicos y que ha dirigido, con protocolaria humildad, al Presidente del Congreso para que le rescinda el bochorno que está pasando. Quedará la frase. Somos un país de frases. Manda huevos. En el fondo, a pesar de la que está cayendo, el que se jodan es trending topic, jolgorio de la redes sociales, inspiración para los bardos callejeros, asuntillo de chirigota en los próximos carnavales de Cádiz.

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