Revista Cine
Ya estamos en la tierra del mariachi y el futbol, en el 28vo. Festival Internacional de Cine en Guadalajara. En los últimos años me ha tocado ver cómo la antigua Muestra de Cine Mexicano se transformó en Festival Internacional de Cine –con secciones iberoamericanas y mexicanas, de ficción, documental y cortometraje- para, a partir de este 2013, transformarse solamente en un Festival Iberoamericano. Es decir, el cine mexicano, razón de ser del nacimiento de esta muestra convertida en festival, ya no tiene una sección competitiva propia, como lo informamos oportunamente en el blog, aunque sí habrá un jugoso premio para la mejor cinta mexicana exhibida en el festival. La decisión tomada por el Comité Organizador es plausible. Después de que la competencia mexicana había dado pena ajena en los últimos años –el 2012 tocó fondo con la inexplicable decisión del jurado de otorgar el Mayahuel a Mejor Largometraje Mexicano de Ficción al inocuo palomazo Mariachi Gringo (Gustafson, 2012)-, ya era hora de que se tomara una decisión de esta naturaleza. En lugar de presentar una competencia nacional con una docena de películas mexicanas de las cuales apenas se podían salvar tres o cuatro, ¿por qué mejor no elegir sólo unas cuantas cintas nacionales decentes y colocarlas en competencia con el cine del resto de los países de Iberoamérica? En fin, empecemos a dar cuenta de lo vamos viendo. Nosilatiaj. La Belleza (Argentina, 2012), ganadora del premio FIPRESCI en el Festival de Río de Janeiro 2012, es la opera prima de Daniela Seggiaro. Estamos en algún pueblo de la Provincia de Salta, una norteña región de Argentina que colinda con Bolivia. Ahí, en una casa de clase media acomodada, Yola (Rosmeri Segundo), una adolescente indígena wichi, sirve de criada a la familia formada por Sara (Ximena Banus), su marido siempre ausente Armando (Víctor Hugo Carrizo) y sus cuatro hijos, tres niños y una jovencita. Precisamente la hija mayor, Antonella (Camila Romagnolo), tiene la misma edad de Yola y está a punto de cumplir 15 años, con todo y pachanga incluida. Sara, agobiada por los tres chamacos y un marido que no está nunca en casa, desea organizar una fiesta de 15 años que sea la mejor que se haya visto en ese pueblo macuarro. Y Yola jugará un papel fundamental, lo quiera o no. Con un enorme poder de observación, sin exagerar la nota, la cineasta y guionista debutante Seggiaro entrega un sugerente retrato de la explotación de los indígenas en Argentina –y en el resto de América Latina, por supuesto. El discurso es más eficaz porque no subraya lo evidente: que el abuso a los indígenas está acompañado de buena voluntad, real o fingida. Sara y Armando ayudan económicamente a Guillermina (Guillermina Martínez), la madre de Yola; no tratan mal a la muchacha en ningún momento; y, de hecho, se entiende que uno de los hijos de ellos es adoptado, acaso regalado por alguna madre indígena que no pudo mantenerlo. Sin embargo, también es cierto que Sara y Armando ven a Yola como un objeto más que pueden usar. Y, llegado el momento, lo harán. No ven nada de malo en ello. La historia es interrumpida por una serie de flashbacks en los que vemos a la infantil Yola conviviendo con su papá “brujo” y, también, por una serie de intervenciones habladas en el dialecto Wichi Vejoz que, por lo que entiendo, apenas si lo hablan unos cuantos miles de indígenas en esa zona de la Provincia de Salta. Creo que estas intervenciones están de más, dramáticamente hablando, aunque supongo que representaron un imperativo ético para la directora Seggiaro: había que darle su lugar a los wichi, había que darles la palabra.
Frente a los logros de la debutante Seggiaro, el academicismo correcto de Fernando Trueba con El Artista y la Modelo (España, 2012), tiene poco qué ofrecer. Cierto, la realización es impecable, la foto en blanco y negro de Daniel Vilar es exquisita, y el reparto es tan lucidor como cumplidor, pero todo el asunto resulta añejo y previsible. El hecho de que el tema nos remita a la obra maestra La Bella Latosa (Rivette, 1991), no le ayuda mucho a Trueba. En algún pueblo de la Francia ocupada de 1943, el octogenario escultor Marc Cross (Jean Rochefort) recupera su gusto por vivir/esculpir cuando su mujer (Claudia Cardinale) le lleva a una jovencita catalana, Merce (Aida Folch), quien se convierte de inmediato en la modelo ideal del huraño artista. Marce, por cierto, tiene su propia agenda, pues colabora con la Resistencia antifascista/antifranquista. La película está realizada con todo el buen gusto posible, la señorita Folch es una estrella en despegue -y además se ve preciosa desnuda... (¿lo pensé o lo escribí?)- y, es cierto, no hay nada malo qué escribir de esta película pero, tristemente, nada realmente bueno. "Cine de papá" con todas las de la ley y muy poco más. Un poco mejor es Érase una Vez Verónica (Era uma vez eu, Veronica, Brasil-Francia, 2012), el más reciente largometraje del viejo conocido de Guadalajara Marcelo Gomes, cuya opera prima Cine, Aspirinas y Buitres (2005) recuerdo haberla visto y disfrutado hace ya varios festivales. La Veronica del título (guapa Hermila Guedes) es una joven psiquiatra recién egresada que trabaja en algún hospital público de Recife. La muchacha tiene un (más o menos) novio de planta con el cual no quiere ningún compromiso, un papá al que adora y que cae enfermo, y una vida profesional a la que parece no encontrarle ningún significado. Ella misma se analiza, confesando a una grabadora sus frustraciones y el vacío existencial que la ahoga. A excepción de su viejo padre enfermo (W. J. Solha), no parece interesarle nada más. El problema es que frente a tanta apatía del personaje, ¿por qué tendría que interesarnos? Después de todo, sus problemas no parecen insalvables. Verónica, pues, está aburrida y algo de este aburrimiento me terminó contagiando. No obstante, hay escenas en el hospital -cuando Veronica atiende a sus pacientes- que son interesantes, la puesta en imágenes transmite algunos momentos de genuina sensualidad y la señorita Guedes será una protagonista muy opaca pero, también, es muy atractiva.