Quizás la culpa sea de aquel anuncio de Nescafé que reunía todos los tópicos sobre los inquilinos de los faros: las patillas, la pipa, la gorra, la taza de café, la tempestad, la existencia dura y solitaria… Parece que cada cierto tiempo hace falta renovar la leyenda con reportajes sobre este oficio crepuscular –en todos los sentidos– y el registro menguante de los miembros de la estirpe. Si se buscan ejemplares así, hace décadas que se extinguieron. Aquéllos eran los torreros –ojo, nada de fareros–, guardianes de la llama como si fuesen sacerdotes de un templo, obligados a pasar las noches en vela para asegurar que la referencia a los navegantes no se apagara. Todavía queda alguno requeté jubilado.
En su lugar, y aunque se les siga conociendo popularmente como fareros, hoy tenemos técnicos de señales marítimas, una definición mucho menos romántica pero que refleja a la perfección cómo han cambiado las cosas en la profesión. Nunca les hizo falta quemar aceite de ballena ni cosas raras: con dar al interruptor, basta. Con el tiempo, la atención al faro se convirtió en la menor de sus preocupaciones: en vista de que podían funcionar de forma autónoma, a sus cuidadores se les fueron encomendando nuevas responsabilidades. Hoy se ocupan, además, del mantenimiento de boyas, la supervisión del balizamiento de puertos, de comprobar que el equipamiento de apoyo al GPS y a los radares vaya como la seda… Dicho de otro modo: si antes cuidaban una luz, ahora cuidan treinta.
Cuando el día está despejado, Antonio Sánchez puede ver el estrecho de Gibraltar y la costa de Marruecos desde su faro en Estepona. Malagueño de 52 años, lleva allí desde que sacó la oposición en el 90, una de las últimas. Solo dos años después, la Administración decidió cargarse el cuerpo. «A los fareros les dieron dos opciones: seguir en señales marítimas o quedar a disposición del ministerio. Si elegías lo primero, pasabas a depender de las autoridades portuarias y dejabas de ser funcionario. La mayoría eligió lo segundo». De los más de trescientos torreros, no quedó ni la mitad. Después, el tiempo fue haciendo su labor: la gente se retiraba y no había quien cubriese el puesto. Ahora, deben de ser unos setenta, y tirando a mayorcitos.
Antonio acertó quedándose, y eso que la parte romántica del asunto terminó liquidada en los primeros años. Pero tampoco le importaría prejubilarse, irse a su pisito y abandonar esa peculiar vivienda que le obliga a ser soldador, fontanero y albañil. Así, este técnico en electrónica industrial podría dedicarse de lleno a sus inventos –el más reciente, un motor rotativo; su nuevo proyecto, una pala de aerogenerador–, aunque tuviese que dejar de ver los amaneceres y anocheceres más bonitos que se puedan imaginar.
A Javier González de la Iglesia, la inspiración le llegó en el banco en que trabajaba en Madrid. «Mi primera labor cada día era leer la prensa económica. Eché un vistazo general y vi una noticia sobre once mujeres que querían ser fareras y estaban preparando la oposición. Me gustó tanto la idea que pedí una excedencia y aquí estoy». ‘Aquí’ es el faro de Cullera (Valencia), donde ha pasado los últimos 26 años. Va a cumplir 60.
Cada verano, es envidiado por los miles de turistas que elevan la vista hacia su torre desde la playa. Tuvo que pelear por ella. «Los de mi convocatoria teníamos derecho a vivienda en el contrato. Te pueden echar de ella, pero te tienen que indemnizar. La Administración decidió que no era rentable tener gente en los faros, pero los que queríamos seguir nos defendimos. Al final, las cosas se tranquilizaron». No está muy claro que la decisión de vaciar los faros sea la mejor. En España hay 187, y unos sesenta, habitados. «En cuanto se quedan vacíos, empiezan los actos vandálicos», explica Javier. Se ha probado a darles usos alternativos: centros culturales, salas de exposiciones, restaurantes… Las cuentas no siempre salen, y muchas veces cuesta menos tener a alguien allí que mantenerlo y pagar su vigilancia.
Porque, hay que aclararlo, además de formar parte del patrimonio arquitectónico y sentimental, los faros nunca han dejado de funcionar desde que se construyeron –casi todos– hace siglo y medio. Lo explica estupendamente Mario Sanz, farero también y autor de cinco libros sobre el tema. Fue durante el reinado de Isabel II cuando se puso en marcha el Plan General para el Alumbrado Marítimo, aprobado en 1847, que pobló con un centenar de torres el litoral, en un tiempo en que el tráfico en barco de mercancías y pasajeros y las cuestiones estratégicas tenían ya suficiente peso en la economía del país como para hacerles caso. Programas posteriores terminaron de sembrar de luces las costas, con algún añadido en las últimas décadas: el último faro inaugurado fue el de Torredembarra (Tarragona), en 2000. Como para que digan que todo se acabó.
Del bar a la torre
Mario tenía un bar en Madrid en los años de ‘la movida’. En vacaciones, a su mujer lo que le gustaba era ir a la playa. Un día vio en el periódico el anuncio de una academia que preparaba para las oposiciones de farero, y dijo para sus adentros: «te vas a hartar de playa». Entró en el 90 y lleva 21 años –de los 52 que tiene– en Mesa Roldán (Carboneras, Almería). Desde ese mirador contempla el Cabo de Gata, la Punta de los Muertos y unos 300 kilómetros de mar. Nunca pudo soñar con un lugar mejor para escribir. Artículos, poesía, relatos… «No hay nadie que te moleste durante montones de horas, así que te quedas enganchado y, si la trama funciona, fluye como en ningún otro sitio».
Los faros se dividen en categorías, en función de la distancia a la que dejen ver su luz. Se trata de que cualquier barco que navegue a doce millas de tierra tenga dos luces de referencia para poder situarse, y el que esté a 20 millas, una. Durante el día también valen: el aspecto de cada uno o el modo en que está pintada la torre sirve para identificarlos y, en consecuencia, conocer la posición. De noche se sabe de cuál se trata por las características de su luz y la secuencia de los destellos. Claro, comparado con el GPS (Sistema de Posicionamiento Global, en castellano) o su hermano mayor, el GPS diferencial, con errores de centímetros, parece un sistema muy tosco. «Pero funciona aunque haya una tormenta magnética o de datos», apunta Carlos Calvo, uno de los tres técnicos que cuida los ocho faros y noventa señales de la costa cántabra. Conviene recordar que el GPS que ha arrinconado las demás tecnologías es manejado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, lo cual supone para muchos países una incómoda dependencia.
Para Carlos, convertirse en farero fue casi vocacional: después de doctorarse en Filosofía, este soriano pensó que estaba hecho para esa profesión. «Me parecía que era adecuada a mi forma de ser. Claro que se idealiza, pero algo de cierto hay: la soledad, la tranquilidad… perfecto para quien tenga un temperamento reflexivo o sea lector». Pero en 22 años, las cosas han cambiado: ahora se cumple con una serie de visitas periódicas a las señales asignadas, hay horarios (de 7.30 a 14.30, salvo averías), labor de despacho y mucho papeleo.
– ¿Desaparece el oficio?
– Lo que no hay son fareros de cuento: el que sale en barca a pescar y la mujer le avisa desde arriba. ‘¡Oye, sube, que ya está la comida!’. Los tiempos pueden cambiar, pero el oficio no va a desaparecer, aunque no se sepa cómo va a evolucionar. Mientras haya faros y sigan luciendo, alguien tendrá que atenderlos, ¿no?
FAROS SINGULARES
El más antiguo
La Torre de Hércules, en La Coruña, es el faro más antiguo del mundo que sigue en funcionamiento. Se calcula que el edificio original fue construido por los romanos entre los años 40 y 80 del siglo I de nuestra era. En 2009 fue declarada Patrimonio de la Humanidad.
El más nuevo
El faro de Torredembarra (Tarragona), entró en funcionamiento a las 00.00 del año 2000. Fue diseñado por el arquitecto José Llinás Carmona y costó, con IVA, 114.623.315 pesetas, unos 690.000 euros.
El medieval
El faro de Portopí (Palma de Mallorca) aparece citado por vez primera en un documento de 1300. Fue trasladado a su ubicación actual en 1617: en la anterior, los cristales de la linterna se rompían cada vez que disparaban los cañones del cercano Fuerte de San Carlos.
Las únicas ‘chicas’
Las torres de Málaga y Santa Cruz de Tenerife son las únicas con nombre femenino del país. La Farola de Málaga (en la foto) fue construida en 1817 por el ingeniero Joaquín María Pery y Guzmán. La Farola del Mar, en la isla canaria, estuvo en funcionamiento desde 1863 hasta 1954.