Revista Sociedad
Era una tarde cualquiera de octubre. El tren de Cercanías Renfe (Hospitalet-Mataró) realizaba su periplo habitual por la costa del Maresme. En aquella ocasión había sitio donde sentarse. La gente estaba absorta en el viaje, unos pensando en qué les esperaría en casa después de un largo día de trabajo, otros, en cuál sería el resultado del próximo partido del F.C. Barcelona. Nada era diferente en la más absoluta normalidad; en mí sólo era especial el pensamiento que me corría por la mente, refiriéndose a la chica que descansaba sus pies sobre el asiente de enfrente. “Guarra”, ese adjetivo me vino rápidamente a la cabeza. Era curioso ver que ni tan siquiera me había fijado en sus rasgos, en su cara o pechos, sólo me interesaba aquel comportamiento simiesco, aquellos ademanes de aberrante prepotencia. Sin cuidado reposaba las suelas de sus extravagantes bambas sobre el asiento, mientras, aparentando ser recatada, se maquillaba. “Guarra”. La chica parecía contestar a mi indiscreta mirada con un habla ocular que se preguntaba el por qué de mi vigilancia. “Guarra”. No me importaba que mis ojos se cruzaran con aquel espécimen de fauna patria; mis ansias de denuncia deseaban ser rebeladas. Aquella guarra figura continuó con su acicalamiento. Llamaba al móvil y mi mirada seguía fija en ella sin anhelo alguno de sensualidad. Mis ojos eran furia contenida, pensamiento político que reflexionaba sobre los por qués de nuestra falta de educación como civilización. Me imaginaba, siempre vestida, a aquella chica espatarrada en el sofá de su casa, o mejor aún, en el viejo sillón de su abuelo. Me la imaginé restregando sus zapatillas deportivas por los diferentes muebles, cual gata, cual animal. Reflexionaba sobre los motivos que podrían esgrimir aquellos que siempre intentan parecernos a Dios, y no a los animales. “Guarra”. La chica me parecía morsa sin estar en carnes, cabra, mono y cerdo, sin mayores semejanzas aparentes que su conducta. El tren estaba llegando a mi destino, y la guarra conocida parecía que iba a bajarse en mi estación. Mi mirada observó cómo quitaba los pies del asiento, y no lo limpiaba ni con la mirada. El desprecio de aquél que pisa una piedra, grande o pequeña, se desprendía de sus andares. De nada servía que el transporte fuera público, de nada servía que sus impuestos sirvieran para sufragar sus guarros caprichos. Salí de la puerta del tren y me planteé si no teníamos la culpa la gente que, cada día, vemos a alguien pisando nuestros asientos y no decimos nada. Me pregunté si no quedaba nadie en este país que supiera distinguir la educación del mal gusto. No hay duda de que el hombre es un lobo para otro hombre, y que lo malo es lo que nos sale inherente por naturaleza. ¿Cómo no fomentar la educación y las buenas costumbres si la “libertad frente a educación alguna" nos conduce a lo malo de nuestra naturaleza? La guarra seguirá siendo una chica moderna, una rebelde sin causa. Los trenes continuarán llevando en su seno a hijos bastardos de nuestra cultura. Espero equivocarme, pero... ¿no hay más Crisis en las gentes, en los valores de toda persona, que en la Bolsa?