Poco antes de que en la ceremonia de los premios Goya acomodaran pomposamente en la zona de altas autoridades a Pablo Manuel Iglesias trajeado de esmoquin, el alcalde de Cádiz, el podemita José María González, Kichi, expulsaba a los concejales socialistas y populares de las áreas reservadas para ellos en las murgas del carnaval porque aquellos lugares deberían ser para los “pobres y desfavorecidos”.
Pero con su esmoquin y su infantil lacito de gomas de primera comunión Iglesias rompió ese ejemplo, y con él la doctrina de Podemos según la cual lo que no tengan los pobres no lo gozarán los representantes de su partido.
Ya saboreó los placeres de la casta, esa droga que se la hará imprescindible: el cine, siempre halagó a quien podría subvencionarlo, como hacían los del Sindicato Nacional del Espectáculo con los jerarcas del franquismo.
Turrión le enviaba un mensaje a su parroquia: ¡Hemos llegado! ¡Podemos mimetizaros con la casta! Aunque para ver al Rey vuelva de revolucionario en zapatillas y camisa con dos bolsillos de pliegues, negra o azul mahón, como en Italia y España 1930-1940.
La nueva casta tiene ya bula, aunque ya había empezado a utilizarla: cuarenta diputados podemitas, esos que acudían en bicicletas, metro o autobuses al primer pleno, y que juraban que no utilizarían otros medios de transporte, le exigen ahora al Parlamento los 3.000 euros anuales/diputado que daba para taxis a la casta anterior.
Y no sólo eso: quieren además 5.000 euros cada uno para “ayudas sociales”, gastos sin justificar, aparte de subvenciones para cursos de preparación para su trabajo, de idiomas, manualidades y de mil causas más.
Hay funcionarios del Parlamento que dicen que nunca vieron tanta codicia repentina nada más empezar: como niños en una tienda de juguetes y caramelos.
Kichi ya ocupa hoy palcos de autoridades. Sin pobres alrededor.
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SALAS