Por Ángel Emilio Hidalgo
(Publicado originalmente en diario El Telégrafo, Guayaquil, el 30 de julio de 2016)
Entre las novedades observa que la urbe tiene dos malecones (en el río Guayas y en el estero Salado), y un faro de luz eléctrica de 60 metros de altura.
Hace algunas semanas nos referimos a la obra pionera de Francisco Campos Coello (1841-1916) como historiador y autor de literatura de anticipación. Entre las obras fundamentales de ficción que publicó figura La Receta, novelina que apareció publicada, por entregas, entre el 1º de enero y el 5 de marzo de 1893, en el periódico dominical guayaquileño El Globo Literario, dirigido por el periodista Vicente Becerra.
El argumento de La Receta es el siguiente:
El narrador personaje en sus múltiples viajes conoce en Alemania al ‘viejo X’, quien de manera extraña se le presenta 12 años después, a pesar de que supuestamente había muerto. El ‘viejo X’ le cuenta que tiene en sus manos, “una receta maravillosa, por la cual puede un hombre dormir desde uno hasta cien años y recordar cuanto quiera”. Dicha receta, explica, la recibió de un faquir de la India que tenía 137 años. Entonces, el narrador-personaje toma 100 gotas y cada una de ellas le permite dormir por un año, sumando 100 años en total.
Cuando despierta, un siglo después (es decir, en 1992), se halla en el cementerio de Guayaquil y recorre la ciudad, asombrándose de los adelantos y el estado de progreso y civilización en que se encuentra. Entre las novedades, observa que Guayaquil tiene dos malecones (del río Guayas y del estero Salado), un faro de luz eléctrica de 60 metros de altura ubicado sobre el cerro, buques submarinos navegando en el río, trenes que no se atrasaban ni un minuto y que permitían conectar la ciudad con Nueva York (ni qué decir de una línea directa de tren que conecta Quito con Guayaquil en 3 horas y media); además, un eficiente servicio de agua potable, el cual, según la voz narrativa, “representaba -en 1892, cuando se empezó a construir las redes- la higiene, el progreso, el desarrollo de su comercio, la dicha y el bienestar”.
También descubre que la ciudad ha experimentado un impresionante crecimiento urbanístico y su perfil cosmopolita le hace digna de contar con 30 plazas con estatuas de mármol (nacional, no importado), 35 iglesias, y entre las novedades científicas, un observatorio astronómico emplazado en un edificio de 3 pisos -se habla de que en la ciudad existen centenares de edificios- y una biblioteca municipal con 300.000 volúmenes. Es decir, el desarrollo también ha incidido en el nivel educativo de la población, ya que el 90% de los niños y jóvenes guayaquileños sabe leer y escribir y la más importante biblioteca pública de la ciudad recibe un promedio de 300 lectores diarios y más de 100.000 por año.
La construcción de una sociedad utópica es, para el escritor Campos, un imperativo de su tiempo y así lo demuestra en sus relatos. Una aspiración que entronca con los proyectos de modernidad sociocultural y particularmente urbana que emprende la burguesía guayaquileña hacia finales del siglo XIX, en la necesidad de diseñar ciudades con características urbano arquitectónicas que respondan a una dinámica de movilidad y flujos, lo que coincide con el proceso de establecimiento de la modernidad capitalista.
En esta etapa histórica podemos afirmar que la ciudad de Guayaquil no estuvo ajena al pensamiento utópico, por la aspiración de modernidad que fue clave importante en el marco de la ideología del progreso que caracterizó a nuestra modernidad latinoamericana. La utopía es un “no lugar”, en tanto imagen del futuro como espejo del presente, pues, como dice el crítico John Beverly, equivale al imaginario de modernidad alcanzado por un grupo social.
A inicios del siglo XX, en un contexto de bonanza económica para Guayaquil, se diseñaron proyectos que impresionaron por su monumentalidad, algunos de los cuales no pudieron concretarse, convirtiéndose en utopías modernas. No fueron planes descabellados, sino utopías concretas que respondieron a la ideología de una nueva clase dirigente y afirmaron la idea de que había que avanzar inexorablemente hacia el futuro. Una visión optimista invadió las mentes de los líderes locales y el proceso de modernización trajo consigo un componente ideológico que, con el paso del tiempo, demostraría su eficacia en la construcción de imaginarios urbanos.
En conclusión, la narrativa utópica de Francisco Campos fue un correlato de la ansiedad modernizadora de las élites sociales, económicas y culturales porteñas, sobre la base de una ideología generacional asentada en su talante liberal e instrucción humanística, lo que le permitió simpatizar con la mentalidad positivista de su época. (O)
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