En las
costas de nuestro pequeño Mediterráneo crece un conflicto que influirá en la
vida de toda su cuenca las próximas décadas: el de Egipto dominado por el hambre.
Hambre,
y con el islam inmerso en conflictos sectarios entre diferentes ramas sunitas;
entre estas y los chiitas, y todas, con distinta virulencia, con los no musulmanes.
Los 86
millones de egipcios, que tienen una edad media de 24,8 años (los españoles 41,3),
y un elevado crecimiento poblacional, 1,88 por ciento (España, 0,73), están en
una situación que facilita los movimientos revolucionarios.
Porque esa
juventud, casi siempre inactiva, vive una pobreza creciente, mientras que el analfabetismo
del 30 por ciento de la población hace que esta se recluya en la violencia
religiosa para subsistir, no en la razón.
Las
revueltas populares de las últimas décadas, contra Sadat y contra Mubarak (1977
y 2008), se debieron a la falta de trigo para elaborar pan: “Alá y Pan”,
gritaban las masas, como si esperaran el milagroso maná bíblico-coránico.
Ahora
los graneros están casi vacíos. La caída de Mohamed Morsi se debió en parte al
temor de los militares a nuevas revueltas por hambre.
Los
ministros golpistas viajan estos días por los países petroleros pidiendo
créditos que no le concedían a Morsi porque sus Hermanos Musulmanes son suníes
enemigos de las monarquías, especialmente la saudita, de ramas también suníes,
pero salafistas wahabíes.
Además,
está Irán apoyando a Siria, e indirectamente a Morsi para debilitar la
influencia saudita en Egipto, e imponer el chiismo en las provincias petroleras
de Arabia y en los Emiratos Árabes Unidos, donde tiene numerosos adeptos.
La hostilidad entre las dos sectas fue inicialmente revelada por WikiLeaks con documentos en los que Arabia Saudita le aseguraba a EE.UU. que apoyaría silenciosamente a Israel si atacaba a Irán.
-----
SALAS