Nota: La dama de Corinto, un esbozo cinematográfico (José Luis Guerín, 2010), se compone de tres salas: una primera donde se proyecta un corto/ensayo de 24 minutos, y otras dos donde el espectador se enfrenta con multitud de pantallas, aparentemente independientes, que quieren configurar un montaje por encima del montaje.
UNO: LA PALABRA DESAPARECE
En una polémica entrevista, preguntaban a Peter Greenaway a quién consideraba más importante para la historia del cine, a Woody Allen o a Ingmar Bergman. A ninguno de los dos, respondía, porque ninguno de los dos ha hecho más que literatura.
La obra de José Luis Guerín se ve claramente afectada por este debate sobre los límites de la literatura y la imagen que Alain Resnais impusiera casi como una maldición al cine contemporáneo. Ya en su base, la estructura de sus películas evidencia que el cine de la Era Informática ya no es un arte del espacio, precisamente porque el triunfo de lo virtual supone el punto histórico en que el tiempo y el espacio se difuminan. La comprensión de la palabra que afecta a la imagen, que la distorsiona, tiene que ser diferente en una sociedad marcada por la contradicción entre la demanda excesiva de información y su imposible asimilación.
¿Cómo resolver, entonces, el conflicto entre palabra y proyección? En 1997, el propio Guerín ofrecía una de las respuestas más audaces de la historia del cine, remitiéndonos a sus orígenes para contemplar la forma en que, desligada de cualquier fórmula literaria, la imagen desnuda era capaz de configurar una historia. Tren de sombras es, ante todo, el camino de la imagen a la palabra, y nunca al revés (es magnífico imaginar un guión de la película). El cuadro compuesto y contextualizado, tiene que ser suficiente para reflexionar sobre una realidad cambiante, que se proyecta mucho antes que se pone en palabras. Más aún: probablemente Tren de sombras sea la primera gran película de esta era informática, porque demuestra la imposibilidad de conectar la información con sus infinitos puntos de fuga, justamente porque la imagen significante ha perdido su significado y es imposible entender lo que se esconde detrás de lo que se nos muestra.
DOS: LA MUJER BAILA
En el ensayo que abre La dama de Corinto, una primera parte tantea, a través de tediosos letreros, una definición de la imagen. La proyección cinematográfica se equipara en sus orígenes a la proyección iconográfica de la pintura en una especulación inmóvil, hiperbólica, en que la visión queda subordinada a su explicación. La muerte de la imagen, se nos dice, es imposible. La imagen es luz y sombra, pero no contrarias sino opuestas. En una aparentemente gratuita explosión de ego, el director persigue con su handycam su propia sombra entre las ruinas de Corinto. Es el Guerín de la palabra; el Guerín de la palabra es difícilmente tolerable porque no hace cine pero tampoco logra hacer literatura.
Entonces se hace la magia: dentro de La dama de Corinto aparece una película llamada La dama de Corinto. Una lámpara de aceite arroja una llama cambiante, imposible de fijar, sobre los títulos. Una mujer baila con la sombra de su amante. Ella gira y la sombra se retuerce y se deforma. No hay explicación posible: es el Guerín de la imagen, introducido esta vez no tanto en el origen de la imagen como en su más absoluta atemporalidad. Por fin nos ha explicado quién es, de dónde surge ese extraño afán de columpiarse entre la palabra y la imagen: sólo a través de la primera puede conjurar a la segunda para hacerla incontestable, sólo mostrándonos el artefacto que la genera se atreve a desplegar la lírica pura. A la manera de Godard, son los instantes de arrebato los que explican el bombardeo de reflexiones, porque sin una meta puesta en lo impenetrable, el afán de conocimiento no tiene sentido.
TRES: LA IMAGEN ENTRA
La segunda sala de las tres que componen La dama de Corinto nos introduce en la deformación de la imagen, en el punto en que deja de ser realidad y se convierte en icono, en sombra de lo iluminado. Ya no hay palabras. Jugando con la forma en que se proyectan sobre las paredes de la sala, vemos algunas de las imágenes que conforman el anterior ensayo, disgregadas y cambiantes. Se desnuda aquí la creación, el concepto remite a aquel cine silente de Tren de sombras. Una mano se acerca a tocar una vela y, en el punto en que la pared donde se proyecta la escena hace esquina, la mano se deforma en el plano normal, se alarga y, finalmente, se vuelve irreconocible. De nuevo el significado, extraviado en nuestra contemporaneidad, no reconoce su significante. La imagen abstracta ha perdido su ligazón con la realidad a la que, indudablemente, alude. La composición del ensayo inicial se pone en duda en la dispersión de sus partes como escenas autónomas. Desde el pasado remoto que evoca, Guerín reflexiona sobre la desestructuración de la imagen en los avatares del mundo digital.
Y entramos, al fin, en la tercera sala, donde una serie de escenas especula, a través de juegos de perspectiva, con la inmersión del espectador en la obra. Vemos a visitantes de un museo enfrentados con obras pictóricas, fotografiados de manera que parecen formar parte del cuadro que contemplan. De manera imprevisible, Guerín ha conseguido entroncar aquí con otra tradición del cine español: el de las imágenes vampíricas de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) y Arrebato (Iván Zulueta, 1979), que evocan sin remedio aquellas otras inaugurales del Tríptico elemental de España (José Val del Omar, 1955-61). La imagen se ha vuelto inexplicable, imposible de definir en su relación con el hombre, irreductible al lenguaje. Nada la vincula a una posible expresión literaria, y entonces incluso el propio autor se ve superado por su obra. Pensar en la reflexión literaria que abría este esbozo cinematográfico es iluminador, porque así se evidencia cómo la palabra, enfrentada a estas imágenes inexplicables, se ha vuelto ridícula. En una última (perversa) pantalla, otra mujer se vuelve, desde la proyección de un teatrillo de sombras, y observa directamente al espectador. La imagen ha vencido.
Vicente Rodrigo Carmena.